“El señor de Ballantrae” (“The Master of Ballantrae”) de R. L. Stevenson

El siglo XIX, gracias a la revolución industrial (que agilizó los viajes y la expansión del comercio) es el siglo de los folletines, de la novela de aventura y de la tuberculosis. Robert Louis Stevenson fue un escritor que conjugó dos de los rasgos típicos de este periodo: fue un viajero (acabó viviendo en Samoa) impulsado, en buena medida, por su tuberculosis, que lo invitaba a alejarse de los climas severos para un pecho débil. Trotamundos, pasó una estancia en la zona más natural del estado de Nueva York, los Adirondacks, arriba de Albany, donde empezó a escribir esta novela, El señor de Ballantrae, cuya dedicatoria firma en Waikiki (en 1889) y dirige a Percy Florence Shelley y su mujer (se trata del hijo de Percy y Mary, la de Frankenstein). Esta novela en la senda de La isla del tesoro, nos lleva de la mano por el cronotopo de la aventura, los desafíos y los códigos de honor de los hombres malvados que han vivido mucho. Igualmente, como Doctor Jekyll y Mister Hyde, nos propone una dualidad que, en su contraste, fascina al lector, entre la repugnancia y la admiración.

La acción arranca en el contexto de los levantamientos jacobitas, que pretendían devolver al trono a los Estuardos. En el levantamiento de 1745, los hijos de la noble casa escocesa de Durrisdeer y Ballantrae, pensando en no ver afectada la fortuna familiar de ninguna forma, toman partido por causas opuestas: el primogénito, el inquieto James, se va con los rebeldes (con lo que, al fracasar el movimiento, acaba proscrito), mientras el menor, el prudente y discreto Henry, se queda leal al poder vigente, hereda el título, mantiene riqueza y propiedades de la familia y hasta acaba casándose con la muchacha que era el interés romántico de su hermano. Un día aparece en los predios de Ballantrae el irlandés Burke, un militar que conoció al primogénito James en el levantamiento, acabó en un barco pirata con él y ahora cuenta que el hermano mayor, como el fantasma de un pasado deshonroso, está vivo en algún lugar y, alegando sus privilegios familiares, necesita dinero…

El resto de la novela nos sumerge en la disputa entre ambos hermanos por imponerse al otro, aplacar viejos rencores y mantener el prestigio familiar, mediante documentos, recuerdos, testimonios orales y rumores que son recogidos por un testigo, el secretario de Henry y fiel empleado de la familia, Mackellar. A todo esto, ¿quién es realmente aquel Master of Ballantrae que da título a la novela? Acaso James, el primogénito, perdonavidas, guapo, dispuesto a todo, el que ha vivido a salto de mata y no tiene problema en hacer lo que sea por vivir a la droga, apelando a su primogenitura. O bien el abnegado Henry, que ha ejercido todos estos años como ese título, administrando el legado, empeñado en transmitirlo a sus hijos, soportando a un padre que lo minusvalora (por considerarlo débil frente a la virilidad del mayor) y a una mujer que probablemente aún sigue enamorada de James. Parece que nada de lo que haga será suficiente para ser considerado el auténtico señor de Ballantrae

La narración fluye introduciendo una serie de papeles que recrean para el lector las aventuras del canalla de James, entre un Estados Unidos aún salvaje, esa “provincia de Nueva York” a la que se penetra subiendo por el Hudson y partir de Albany a los territorios infestados de indígenas que arrancan las cabelleras a los invasores europeos; una India igualmente exótica en la que cualquier cosa puede ocurrir, porque no se sabe cómo reaccionarán los nativos; y la vida de los piratas que asedian los puertos del Atlántico. Tales papeles van acompañados de comentarios, notas a pie de página y observaciones del narrador, Mackellar, quien a ratos nos recuerda a ese narrador borgiano que autoriza o cuestiona, según convenga, la fidelidad de tal o cual testimonio en una tierra exótica a causa del valor del hombre que lo brinda o protagoniza. Lo apunto porque un lector de Jorge Luis Borges puede percibir un tono familiar en ese tipo de narración, al que el autor argentino añadió una reflexión metafísica propia de inquietudes algo más contemporáneas. Felizmente aún circulan ejemplares de este libro de Stevenson, tanto en inglés como en español. Yo poseo, gracias a un buen amigo, una edición neoyorkina (no por nada el desenlace de la novela se ambienta aquí) de 1965 con litografías en color.