Regreso a «Dublineses» de James Joyce

Leí Dublineses hace más de veinte años, en una de esas ediciones conjuntas de Seix Barral y Oveja Negra en tapa dura que circularon mucho entre los ochenta y los noventa (en la serie «Obras Maestras de la Literatura Contemporánea»). Como con tantas cosas, ese ejemplar lo acabé obsequiando o donando en uno de mis intentos de desmontar una biblioteca en el hemisferio sur. Este verano, en mi paseo habitual por la cuesta de Moyano me encontré de nuevo con un ejemplar, pero esta vez mucho más reciente. Esta es una edición de 2002, también de tapa dura, que aseguraba ser una nueva traducción, a cargo del mismo Guillermo Cabrera Infante. Fue motivo suficiente para llevármelo y ponerlo en la pila de lecturas de entretenimiento para este otoño.  

Dublineses es un libro con un estilo que aún tiene rezagos del naturalismo de finales del siglo XIX. Algunas características de sus personajes (sobre todo los burgueses) nos recuerdan a las tramas de Guy de Maupassant. Sin embargo, el mérito de Joyce es naturalizar este estilo a la lengua inglesa y lograr que sintamos que estamos sumergidos en las ansiedades y conflictos propios de sujetos de la sociedad de Dublín. En Dublineses se retrata las diversas capas de su tejido social: los proletarios, los intelectuales, los nuevos burgueses e inclusive las clases acomodadas o clase media alta (pensemos en el cuento “Los muertos”). Los personajes de Dublineses suelen ser tímidos, melancólicos, abrazados a sus sueños, pero sumergidos o amenazados por la mediocridad de una vida de clase media o por las aspiraciones de obtenerla. Frente a ellos se erigen las dificultades de la moral católica a la manera irlandesa, no exenta de algunas hipocresías más bien propias de la vida social de todas partes.

Dos décadas después de haberlo leído por primera vez, el relato “Eveline” me sigue pareciendo el mejor, desde una perspectiva del cuento moderno a lo Cortázar u Onetti: he allí a la muchacha (imagen de lo posible, con sus grandes esperanzas y sus miedos juveniles) que se la pasa en vela, con los escrúpulos de última hora, pensando en su próxima fuga a la Argentina con su novio. Más ribeyriano me resulta el cuento “Una nubecilla”: el aspirante a artista que siente que la vida se le está pasando sin haber alcanzado lo que su talento prometía, enfrascado en su vida doméstica y la inevitable envidia por el colega exitoso, aunque menos virtuoso que él. Algo similar ocurre con “Un triste caso”, donde vemos al hombre que se siente envejecido de golpe, al sentir (tras enterarse de una noticia concerniente a alguien que conoció) que perdió la gran oportunidad del amor. Más desdichada, creo, es la protagonista de “Una madre”, aquella mujer, un tanto ruda, que reclama por el justo pago para su hija, sin que nadie comprenda sus exigencias, pues sus orígenes sociales parecen delatarla y desautorizarla. 

Un espacio aparte merece el cuento más extenso del libro, que se coloca al final y sirve de magnífica conclusión al conjunto: “Los muertos”. No me animo a considerarlo “novela corta” debido a que las acciones se concentran en el lapso de una sola noche. Además, se lee de una sentada, lo cual es característica esencial del cuento, como decía Cortázar. Se trata de un hermoso fresco de la sociabilidad, a través de la cena que ofrecen aquellas buenas ancianas a amigos e invitados selectos, y el desencanto de la persona de la que menos se imaginaría que pudiese sufrirlo: el sensible y discreto Gabriel Conroy. La escena final, desvelado, melancólico, a oscuras, con su esposa al lado y viendo la nieve caer es inolvidable. Con Dublineses, Joyce logró crear la imagen literaria de su ciudad, una proeza narrativa que marcaría las literaturas del siglo XX. Toda ciudad que se precie tiene (o debería tener) su respectivo equivalente de Dublineses.

Autor: orodeindias

Disce, puer, uirtutem ex me uerumque laborem, fortuna ex aliis

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