“Tan odioso como yo”: vida y obra del virrey Francisco de Toledo

Una forma de comprender mejor lo colonial, sus diversas etapas y profunda influencia en la sociedad actual (que es, efectivamente, postcolonial), es conocer la historia del virreinato peruano, uno de cuyos protagonistas es, indudablemente, Francisco de Toledo, quien gobernó aquellos territorios (mucho más vastos que el Perú actual) doce años: de 1569 a 1581, una década (la de 1570) en la que tomaría decisiones y ejecutaría acciones que tendrían consecuencias que aún se perciben. La reciente biografía de Antonio Rodríguez BaixerasTan odioso como yo. Vida y obra de Francisco de Toledo (1515-1582), virrey del Perú le hace justicia al personaje, gracias a la colosal documentación empleada y al profundo análisis que se hace de la evidencia a mano. El virrey Toledo no es una figura misteriosa o poco estudiada en la historiografía, por el contrario, sus hechos son harto conocidos. Uno de los capítulos más sobresalientes del clásico Orbe indiano de David Brading, “El procónsul”, era quizás la mejor introducción a su actuación como virrey o auténtico organizador de un nuevo orden andino. Lo que puede aportar esta biografía es la imprescindible reconstrucción del lado peninsular o europeo, si se quiere, del personaje, que ofrece un contexto que permite comprender mejor sus acciones dentro de la gran maquinaria que era la monarquía de Felipe II, con su gran ruma de papeles y prioridades.  

Como funcionario, su trayectoria es ejemplar: firme creyente en la monarquía católica de Felipe II (como que había servido a su madre, la emperatriz, y luego a su padre, Carlos V), segundón de una de las grandes familias de la nobleza castellana (los Álvarez de Toledo, su rama era la del conde de Oropesa, de allí que en más de una ocasión, a Toledo se le mencione como “el hermano del conde”), es consciente de su misión (mantener el orden, administrar, cumplir con obra social, servir a la Corona) y, como tal, sabe sus limitaciones (su gran sueño será ser encomendero de la orden de Alcántara, pero nunca lo consigue). Como sujeto noble, recorre casi toda Europa occidental (Italia, Francia, territorios alemanes y hasta el conflictivo Flandes, donde ve cómo se aplasta una rebelión, una imagen que quizás debió inspirarlo en su etapa peruana) y se mueve en ambientes palaciegos con soltura. En suma, Toledo conoce los engranajes de la monarquía en sus diversas facetas: su relación, siempre compleja, con la Iglesia, el boato cortesano y también el ambiente de los letrados (del que a menudo desconfía, por no haber pasado por la universidad). El Perú es para él un mundo totalmente nuevo, como que a los pocos años de llegar ya quería irse, pero acabará comprendiéndolo mejor a través de sus viajes.

En efecto, a Toledo se le debe la más grande visita (concepto legal de la época equivalente al de inspección general de territorios) que hizo un virrey de su tiempo y a él (así como a su equipo de visitadores o funcionarios) también se le debe la fundación de innumerables pueblos indígenas, mediante las reducciones, un gran operativo para movilizar grupos humanos y facilitar su incorporación a la nueva sociedad virreinal. Con Toledo no había vuelta atrás: lo mismo que destruye viejas estructuras, crea nuevas, así como que acoge conceptos prehispánicos (como la mita) y los reinventa. Toledo llega a Huancavelica, explora el terreno, toma medidas para la extracción del mercurio, pasa por el Potosí y se asegura de la productividad de las minas. Algo parecido hace con la Inquisición, a la que trae al Perú, con lo que entra en roces con las autoridades eclesiásticas (que ya ejercían sus labores). Igualmente, se mete en pleitos con audiencias y funcionarios ya asentados, que no quieren dejar sus puestos o intentan lo mismo hacerle la cama a él con acusaciones dirigidas al Consejo de Indias. La frase que da título al libro proviene de una carta en la que habla de sus broncas con los clérigos, en quienes observa un relajo que le parece lesivo a los intereses de la Corona: así como otros ministros de Vuestra Majestad no han dado vuelta personal a este reino y descubierto tanto lo que en esto hay, ninguno creo que les ha sido tan odioso como yo. En realidad, el comentario se aplica a todo su gobierno: su paso por el Perú supuso un ajuste de clavijas y enfadó a muchos, aunque también tuvo acciones positivas de impacto inmediato: amparó a familias de veteranos leales, promovió hospitales e impuso (contra todo y contra todos, como quien dice) la ordenanza real que prohibía la servidumbre indígena, así como que emitió varias ordenanzas que protegían a los naturales (entre otras cosas, reguló la mita).

Un capítulo aparte merece su política con los incas de Vilcabamba. Rodríguez Baixeras reconstruye bien el episodio y abraza una objetividad encomiable al respecto. La opinión de Toledo va cambiando y pasa de la línea negociadora a la intervención armada. Probablemente por su propia experiencia de vida y visión política, se inclina no solo por aplacar el foco resistente, sino que se plantea una ejecución pública, y por ende ejemplar, que se le sale de las manos. En su comunicación con él, Felipe II aprueba la decisión final, aunque también admite que algunas cosas de la ejecución se pudieron excusar. El mismo Toledo auspiciará también el matrimonio de Beatriz Clara Coya con Martín de Loyola, como parte de su visión de diluir el linaje inca o incorporarlo a familias de incuestionable lealtad. El episodio también sirve a Rodríguez Baixeras para deslindar de la leyenda negra particular de Toledo, como aquella que (por vía del Inca Garcilaso y Guamán Poma) difundió que Felipe II no quiso recibirlo a su regreso a la península. Probablemente Garcilaso y Guamán Poma dejaron correr la anécdota (más allá de si supieran que era apócrifa o no) en un intento por dejar intacta la imagen del rey (al fin y al cabo, ambos eran, como bien se sabe, leales a la institución monárquica). En suma, Tan odioso como yo hace justicia a un personaje complejo, con luces y sombras, pero cuya huella en el Perú, pasados más de cuatro siglos, persiste, tanto en la organización territorial como en el imaginario nacional.

“Historias tragicómicas de una soltera en la América profunda”

Esta novela que acaba de publicar Anna de Santis también podría llamarse, evocando el título de la novela de Charlotte Lennox, La mujer quijote. La leí el otro día de un tirón y resultó de lectura agradable. Si bien hay una historia lineal que evoluciona, los diversos galanes que conoce y con los que se relaciona la protagonista hacen que su estructura sea eminentemente episódica. Soledad Martínez, filóloga mexicana y, ante todo, una mujer que desea encontrar el amor, relata su búsqueda vital, que la lleva de ciudad de México a un campus universitario de Pennsylvania por un tiempo y luego, en lo que constituye el corazón de la novela, a Minnesota, en uno de cuyos pueblos experimenta lo que denomina aquella América profunda

A lo largo de cuarenta y tres capítulos ágiles, con buen manejo de diálogos y situaciones de choque cultural y expectativas quebradas, las Historias tragicómicas abundan: son trágicas porque golpean (metafóricamente) a la protagonista, la hacen sufrir y cuestionar la chispa de su existencia y son cómicas porque, en la senda quijotesca, parecen señalarle que está condenada de antemano al fracaso. La protagonista se presenta como una contradicción que será, en buena medida, la causante de sus desencuentros (más que encuentros) amorosos: se trata de una joven con gran vocación intelectual (que estudia manuscritos coloniales hasta obtener un doctorado en una universidad prestigiosa), un ratón de biblioteca, que a la vez sueña con ser la diosa de la pista de baile por las noches, cuando se pone vestidos coloridos en un cuerpo turgente (tengo mis curvitas, señala) y baila ritmos latinos con galanes que, con lo guapos y resabiados que son, no le auguran el cuento de hadas que ella espera. 

Pese a los desengaños (o quizás acostumbrada a ellos), Soledad toma sus fracasos deportivamente. Un repaso de sus galanes nos permite hacer una taxonomía de hombres disponibles para una mujer de más de treinta años: tras su bautizo de fuego con el descarado (que es lo más parecido a un pícaro), desfilan el mentiroso compulsivo, el tacaño (con quien llega a darle vergüenza de que la vean), el depresivo, el anglosajón conservador, el que lleva una doble vida, etc. De todas sus aventuras se extraen no solo sonrisas, sino también varios consejos para una potencial lectora que también tenga que lidiar con la búsqueda de pareja en similares circunstancias. Con todo su romanticismo a cuestas, Soledad es consciente de sus fracasos y poco a poco va acumulando un aprendizaje que la llevará a una especie de vuelta a la cordura. Su alma esencialmente quijotesca, tal como se hace explícito en uno de los últimos capítulos, recapacita y abraza la identidad que su propio nombre encerraba, aunque antes se encargará de cerrar, consumando una venganza, el episodio de su trabajo universitario.

Además de novela humorística en torno al amor, Historias tragicómicas incluye una amena sátira de la vida de un college, más específicamente de sus departamentos de español o, por extensión, de lenguas extranjeras, que recuerda por instantes (salvando las distancias) al ambiente igualmente satírico y burlesco que esbozaban algunas páginas de Carlota Fainberg o bien Todas las almas. Varios lugares comunes de la profesión aparecen satirizados (los errores del profesor, las intrigas de otro, la monotonía de las actividades, etc.) en el contexto del Mid West, el medio oeste, esa franja de estados que se encuentra poco poblada y que se suele asociar, en la imaginación norteamericana, con un espíritu un tanto cerril, en contraste con ambas costas. ¿Cómo puede la quijotesca Soledad, quien sueña con su príncipe azul (guapo, latino y sabroso bailarín), encontrarlo en un remoto college conservador en un pueblo semirural donde todo cierra a las cinco de la tarde, la vida en comunidad está marcada por el puritanismo y lo más entretenido es un criadero de peces? Su contexto recuerda, por lo irónico, al del soñador don Quijote que busca castillos, princesas y gigantes en los campos manchegos, por donde apenas encuentra villanos, otros locos, mozas del partido, venteros cazurros, delincuentes y viajeros de toda laya. Con objetivos sencillos, los de una lectura ligera y amena, estas Historias tragicómicas de una soltera en la América profunda son entretenidas y las aventuras de su protagonista, por lo ridículas, lo patéticas o lo neciamente románticas, enganchan al lector.

Marcadores de páginas, librerías extintas y acumulaciones

Sé que su diseño artesanal puede ser gran deleite, pero me conformo con los que te obsequiaban en las librerías o puestos de libros. Años de lectura y pesquisas provocan una acumulación de marcadores. Últimamente me inclino a regalarlos, ya que, en mi manía por poseer solo lo que puedo administrar bien, me llueven y superan ampliamente mi capacidad de empleo (la inmaterial librería Book Depository me envía uno cada vez que recibo un paquete). Las editoriales envían sus propios marcadores, las universidades también lo hacen (un subconjunto lo conforman los marcadores de bibliotecas universitarias, tengo uno, metálico, de la Peter B. Lewis, pero no de la Firestone, ironía princetoniana). Últimamente recibo marcadores de una especie de gremio de librerías españolas, Uniliber, y sus diseños son agradables. Sin embargo, me quedo con los de los lugares donde adquirí un ejemplar. A esta sazón, recuerdo, como tantas veces, a Fernando Colón, aquel bibliófilo que detallaba la información del sitio y el costo de un volumen. Yo no llego a tanto, pero conservar el marcador del lugar por el que pasé me permite ejercer la discreta nostalgia de ciertos viajes.

El asunto es mucho más interesante cuando se verifica que varios marcadores provienen de librerías que ya no existen. Las tiendas de libros están en extinción, como se sabe, y sus últimos vestigios son los marcadores o las etiquetas que algunas adherían a los libros (es lo que ocurre con mis ejemplares de El Parnasillo pamplonica, por ejemplo). En la imagen que ilustra esta entrada aparecen algunos de los notables de mi colección personal de marcadores. Nada del otro mundo. El de Velintonia (que remite a Vicente Aleixandre) hace pensar en un rincón clásico que, gracias al cielo, subsiste en la Cuesta de Moyano. La librería Casals en Barcelona, hasta donde sé, sigue gozando de buena salud, aunque no voy hace muchos años (debería, cierto). La Strand está desperdigada en varios lugares de la ciudad. El que prefiero es el puesto que tienen en Central Park, ideal para quien sale del Museo Metropolitano y baja en dirección al centro. 

Entre los marcadores de librerías extintas, destaco el que rescaté de El Aventurero, librería que en algún momento fue algo así como la meca del cómic en el centro de Madrid. Este marcador se encuentra entre mis tesoros. The Bookshop, en Chapel Hill, Carolina del Norte, fue un refugio en algunas tardes a la salida del campus, cuando tenía tiempo libre (lejana época aquella) y podía pasear entre sus estantes. Su sección de español tenía sorpresas que nutrieron mi biblioteca personal. La otra librería de campus (en este caso el de la Universidad de Cornell, en Ítaca) en la que conseguí algunos buenos libros, The Bookery, cerró hace un par de años y sigo lamentándolo. Tenían muchas cosas que nunca llegué a adquirir, porque indagar en sus fondos era como bucear en un pecio que no tenía fin. Baste decir que supuestamente en su catálogo poseían la princeps de Sombras suele vestir de José Bianco y en las dos ocasiones en que indague por ella, el encargado me dijo: todavía no hemos podido encontrar ese libro. ¿Dónde habrá acabado la colección de libros en español de The Bookery? No soy bibliófilo, qué lástima, mi curiosidad no me lleva a tanto.

Algunos marcadores que faltan: los de las innumerables librerías de la calle Donceles, en Ciudad de México. No recuerdo que me hayan entregado alguna vez marcadores en mis visitas por allá. La próxima vez que vaya indagaré. Otros que lamento no tener ahora conmigo son los que sí recuerdo haber acumulado (tenía varios en mi escritorio limeño hace dos décadas) de la extinta Casa Verde, de la calle Dasso, en Lima. Los de la librería Época tampoco los conservo, aunque recuerdo sus bolsas de papel blancas y el eslogan de la tienda con colores azul y rojo. También tenían bolsas de papel en la librería El Virrey, pero eran del tipo kraft, con una imagen de la Nueva Corónica. En esta época de las no-cosas, como dice el filósofo Byung-Chul Han, hay que saber discriminar lo que sirve y lo que no, lo que atesoramos por su valor sentimental, cierto, pero sin caer en el vicio del complejo de Diógenes. No todo lo que acumulamos cuenta. Quizás conviene no tener todavía el viejo marcador de La Casa Verde (si me concentro hasta puedo recordar sus dobleces o el surco que dejó la línea de algún trazo fuerte). Una tarea pendiente será poner de cabeza mis viejos rincones de soledad y pobreza a ver si lo encuentro.

Encadenar a un rey: el “Tirante”, Francisco I y Manco Inca

Las cadenas son odiosas, penosas, ignominiosas. La poesía se nutre grandemente de su imagen. Cadenas de oro, cadenas de hierro, cadenas rotas, pesadas cadenas, broncas cadenas, etc. La imagen es muy rica. Aunque abundan en la literatura y el arte, echar cadenas o grillos a alguien obedecía a una normativa o, si se quiere, su casuística. Según Sebastián de Covarrubias en el Tesoro, se encadena, a saber: a los delincuentes, a los cautivos o esclavos y a las bestias (y los locos, dado el caso de que puedan violentos). Esto explica las cadenas de Segismundo (considerado bestial) en La vida es sueño, las de los galeotes (delincuentes condenados) en Don Quijote o las del demonio (¿hay mayor delincuente?). Los cautivos exigen una aclaración: se trata de prisioneros de guerra, siempre y cuando sea guerra justa (al menos según el Diccionario de autoridades). Eso explica a los cautivos de Argel, por ejemplo, cautivos en condición de prisioneros de guerra. Así y todo, ¿es posible, en el marco de una guerra, encadenar a un rey? La respuesta sencilla es que no, al menos si se trata de un rey cristiano, ya que se trataría de un gobernante por la gracia de Dios. Pero si estamos en una guerra justa, como jefe militar y por ende susceptible de caer prisionero, ¿se le puede encadenar? Es complicado en la práctica, ya que las cadenas no corresponden al decoro exigido a la investidura monárquica.

Candidata peruana a la presidencia detenida en 2018. Hay otras imágenes en las que sale sin esposas y otras en las que las luce. Su condición de candidata quizás provocaba esas vacilaciones.

Un caso famoso es el de Francisco I en su guerra con Carlos V. Cuando cae prisionero, el rey de Francia fue llevado a Madrid y gozó de varias comodidades (como que se entretuvo con la lectura del Amadís). En la comedia del siglo XVII Batalla de Pavía y prisión del rey Francisco, el dramaturgo Cristóbal de Monroy refleja el ambiente de cordialidad y máximo respeto al momento de la captura del rey francés al final de la primera jornada. Al presentarse el virrey de Nápoles, Carlos de Lanoy, frente a él, tras la reverencia del caso, ordena: “Soldados, llevemos preso / al rey ilustre de Francia, / con el decoro debido / a su Majestad”. No hay mayor acotación, por lo que podríamos entender que no le ponen cadenas y simplemente lo llevan del brazo.

Que el asunto era incómodo e involucraba una compleja etiqueta, con algunas zonas grises, se refleja también en el libro de caballerías Tirante el Blanco. En uno de los episodios, en el libro IV, en sus aventuras en Berbería, donde tras naufragar, queda en condición de cautivo, Tirante se siente muy agraviado por las cadenas que le echan, acordes a su nuevo status (libro IV, cap. II). Sin embargo, tras superarse y ganar el favor de los poderosos, vuelve a las andanzas caballerescas. Con su status restituido, ocurre un incidente con un rey vencido, quien es tomado prisionero (libro IV, cap. XX). Entonces se le ordena a Tirante encadenarlo, lo cual genera la reacción inmediata del caballero: “No plega a Dios -dijo Tirante- que yo tome a rey de mano de persona virgen [se refiere al niño al que el rey acababa de hacer caballero, gracias a quien puede entregarse con honor a Tirante], porque los caballeros que saben qué cosa es honor me podían reprender, y mi ánima es muy más consolada de sojuzgar los reyes, que no aprisionarlos ni matarlos”. Con ello, Tirante se niega a echarle grilletes, por lo que es el Caudillo (otro jefe militar) quien procede. El narrador comenta, para acabar: “Y Tirante le pesó mucho, pero por no enojar al Caudillo no dijo nada. Después que el rey fue aherrojado…”.

Presidente peruano detenido en 2022. Nótese que le cubren las esposas

El último ejemplo que traigo a cuento, que viene a redondear la exposición, se encuentra en un texto manuscrito, la impresionante Instrucción de don Diego de Castro Titu Cusi Yupanqui, escrita por un inca rebelde, exiliado en Vilcabamba, que escribe a Felipe II para alcanzar mercedes por los padecimientos propios en condiciones tan precarias, pero, sobre todo, por las vejaciones sufridas por su padre, el desdichado Manco Inca. En su texto, Titu Cusi (o bien probablemente quienes colaboraban con él en su composición, el traductor y el escribano) carga la tinta, con razón, cada vez que su padre, legítimo gobernante, fue encadenado por los conquistadores, por ser un hecho vergonzoso que lo degradaba.

El Chapo Guzmán detenido

El asunto es aún peliagudo, según se observa cada vez que vemos a políticos metidos en problemas con la justicia: decorosamente, se suele ver a presidentes (que, como gobernantes, reemplazan, en la imaginación moderna, la figura del monarca) detenidos con las esposas cubiertas por algún abrigo o manta, o bien sin esposar; mientras que no hay pudor alguno en mostrar y fotografiar delincuentes comunes o infames (como los narcotraficantes) con grilletes expuestos.

FMR, la revista más bella del mundo, 2

Acabé el año 2022 recibiendo el último número (el 5) de la revista FMR, la revista más bella del mundo. Me tomé mi tiempo para leerla y de paso, recoger mis impresiones en torno a los otros tres números. En una entrada previa hablé de los números cero y 1, recibidos antes del verano. Aquí comentaré los artículos de los números siguientes, que cierran el primer año de la nueva encarnación de la FMR. Huelga decir que abunda la calidad de imágenes y textos, por lo que este recuento no es exhaustivo. Cada número de FMR se organiza como un banquete, con entradas o aperitivos (textos más breves o noticias alrededor de subastas o hallazgos) y artículos de mayor envergadura como platos de fondo.

El número 2, que apareció en ocasión del solsticio de verano (a fines de junio), incluyó dos aperitivos que me encantaron. El trabajo especulativo, ricamente imaginativo, de Giorgio Antei alrededor de un cuadro de Bartolomé Spranger, en el que se entrecruza la influencia de Tiziano y el mundo maravilloso de las Metamorfosis ovidianas. La conclusión nos recuerda que a veces el arte genera más preguntas que respuestas, ya que las primeras resultan más estimulantes a la inspiración poética. El otro, a partir de una subasta reciente, es el de las Fresas salvajes, un aparentemente sencillo cuadro de Jean-Baptiste Siméon Chardin (pintor del siglo XVIII francés), en cuya genealogía de dueños se evidencia también la rica recepción que ha poseído como pieza canónica del arte del bodegón. Entre los platos fuertes del número, destaco la “Oda al Mediterráneo” de los espacios (como jardines y casas) diseñados por Ferdinand Bac, diletante que rehuía de las cadenas del compromiso profesional. En sus diseños se percibe un regreso al mundo greco-romano y la mitología eterna del mare nostrum. Otra pieza magnífica es la que dedica Angelo Mazza a los llamados artistas de quadratura, aquellos que, entre los siglos XVII y XVIII, se especializaban en pintar en paredes (superficies planas) espacios arquitectónicos (como columnas y arcos) para dar sensación de profundidad de la tercera dimensión empleando magistralmente la perspectiva. El ejemplo de este tipo de arte es el Palacio Sassuolo. Finalmente, destaco la mezcla de textos de antología (Stefan Zweig y Jorge Luis Borges) e imágenes en torno al ajedrez, los trebejos y los tableros.

En el siguiente número, aparecido en el equinoccio de otoño, recomiendo, entre los aperitivos, la nota de Antonio Marras sobre el arte del diseñador Roberto Capucci, especie de escritor para escritores entre los modistas (lo cual lo haría modista para modistas) y la reflexión sobre la moda de las reproducciones (tanto auténticas como falsas) de la Gioconda en las subastas. Entre los platos de fondo (difícil elección), sugiero el artículo sobre el Umbracle, en Barcelona, increíble edificio modernista de Josep Fontserè, de fines del siglo XIX, que hace un uso espléndido de la sombra y el agua. Luego, la semblanza de la labor de Galileo Chini en el diseño del salón de trono del palacio del rey de Siam. Dicho rey (famoso por varias películas) quiso modernizar su país a la vez que lo lanzaba al mundo, de allí que requiriese a un arquitecto que no solo trajera formas nuevas de Occidente, sino sobre todo que asimilara lo bello del entorno de Tailandia para mostrarlo sin que pareciera rústico o salvaje. Es sobresaliente también la historia de la familia Blaschka, dedicada entre fines del siglo XIX y las primeras décadas de XX a reproducciones en vidrio de criaturas marinas invertebradas que eran en principio materiales de estudio (como que hay más de quinientos modelos de la casa Blaschka en la Universidad de Cornell), pero han quedado como piezas exquisitas del arte en vidrio. Por último, recojo el artículo, delicioso ensayo especulativo, rico en erudición y sensibilidad, de Maurizio Bettini sobre el misterio del canto de las sirenas, asunto que igualmente motivó un notable poema de Luis Cernuda (Las sirenas, el cual empieza “Ninguno ha conocido la lengua en la que cantan las sirenas”).

A fines de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno, recibí el número 4. Entre los aperitivos, recomiendo el texto de Orhan Pamuk sobre la fotografía de Dayanita Singh, que estudia la memoria a través de sus imágenes de archivos y expedientes que abarrotan oficinas; en la nota alrededor de subastas, Massimo Navoni habla de aquella pieza de platería (una sopera) que Catalina La Grande obsequió al conde Orlov, recientemente vendida en Francia, como parte del legado de la mansión Lambert. Entre los platos principales, resulta delicioso el artículo de Benedetta Craveri alrededor del cuadro El vendedor de Cupido, el cual permite hablar de Madame du Barry, famosa amante de Luis XV, y su esposo, el duque de Brissac. Se incluye, además, un texto de la pintora Élisabeth Vigée Le Brun, quien retrató a la Du Barry y sobrevivió hasta bien entrado el siglo XIX. En sus memorias, la artista dejó una imagen nítida y nostálgica de la famosa amante (“El atardecer de una geisha”), como perteneciente a otra época (la previa al fuego de la Revolución Francesa). Además, António Filipe Pimentel presenta el colosal proyecto del Escorial, como el sueño de monarquía universal y católica de Felipe II, enfocándose en las estatuas de bronce de la basílica del palacio. El artículo se complementa con un curioso texto de Théophile Gautier dedicado a sus impresiones en torno al Escorial (que destilan el particular gusto del perfecto mago de las letras francesas, como decía Baudelaire). Bajo el título “El manuscrito de Manila”, Giorgio Antei cuenta la historia (con su cuota de aventura y azar) del famoso Códice Boxer, cuyas ilustraciones reflejan el encuentro de España con el extremo oriente. Por último, Andrew Graham-Dixon rescata para el gran público el arte como retratista de caballos de George Stubbs, pintor inglés dieciochesco.

Todas estas son sugerencias personales, basadas en el gusto propio, por lo que he dejado sin mencionar, otros varios textos e imágenes que recrean tanto los ojos los del cuerpo como los del entendimiento. FMR conjuga en sus páginas erudición (no huera), sensibilidad, novedades, rescates, vanguardia, así como una calidad editorial que la hacen única. Al final del año, junto al número 4, el suscriptor recibió una caja decorada con relieve para colocar toda la serie anual (los cinco números) en su biblioteca. Hasta en eso, FMR no escatima en detalles. Ya me suscribí para el 2023.

“Inventario” y otras canciones de Joaquín Sabina 

Para quien escuchó pop en español con pretensiones intelectuales a fines del siglo XX, Joaquín Sabina es un clásico. Como muchos en el hemisferio sur, escuché a Sabina en cintas mal grabadas, con sonido más mono que stereo, con nombres de canciones escritos a mano o alguna fotocopia poco nítida de un casette original o, peor, de un disco compacto, que nunca había salido de España o Argentina. Como con todo compositor, las letras de Sabina conforman un mundo cerrado y propio, con sus personajes favoritos (los marginados, los artistas, los bohemios o derrotados), sus imágenes tópicas (el whisky sin soda, los mecheros, la noche infinita) y sus temas (el amor romántico, la experiencia de la ciudad, el deseo). Me interesa comentar un recurso frecuente en sus letras que, si alguien no ha advertido, le resultará de interés, o si ya lo conoce, puede ayudarle a entenderlo mejor. Me refiero a la forma de la lista o inventario que adoptan algunas de sus canciones. El mecanismo de composición es más o menos consciente, como que así tituló su primer disco y de tan recurrente podría decirse que es de sus favoritos.

De todas las canciones que incluye el disco Inventario (1978), el que le da título revela el mecanismo. A diferencia de otras composiciones, en las que se va contando una historia (como el clásico Tratado de impaciencia, que narra, como quien imagina, lo que aquella noche precisamente no ocurrió; el Tango del quinielista, que dialoga con la emoción y la derrota de los caballos de Por una cabeza y otros tangos; o Mi vecino de arriba, en la que se expone ridículamente al conservador que no soporta al joven rebelde en tiempos de transición) o se hace una exposición lírica clara (Palabras como cuerpos), en la canción Inventario se hace una lista de cosas, rutinas y gestos que conforman la relación de pareja. El primer verso, que recuerda un poco a Pablo Neruda (Las cosas que me dices cuando callas), es la puerta de entrada al mundo que recrea el narrador/observador, como quien dice: todo esto se me ocurre cuando pienso en esto que vivimos sin declararlo o conversarlo, en silencio. Las imágenes se van acumulando sin orden aparente o conducir a una conclusión, simplemente se apilan como hallazgos de un observador que hilvana recuerdos (el padre que murió cuando eras niña) y escenas que van de lo más cotidiano (el pan que compartimos, las caricias) a lo más surrealista (la cama navegando en el vacío). La canción nos sumerge en una experiencia cabal de amor, con subidas y bajadas, lo más ruin o elemental (las bragas que olvidaste en el armario) a lo más tierno o casi naïf (tu modo de abrigarme el corazón). Publicada en 1978, la canción rezuma lírica amorosa, pero también independencia, una juventud que ha batallado y sufrido golpes, con el escepticismo propio de la modernidad (todo lo que nos dieron y quitaron).

El segundo disco de Sabina, llamado Malas compañías, de 1980, incluye canciones que vuelven a su mundo de náufrago urbano (he allí Calle melancolía, que puede leerse como un poema sin mayor dificultad, o Pongamos que hablo de Madrid), los recuerdos de la infame mili (con la divertida Carguen, apunten, fuego), la vocación por el macarrismo o la actitud vital de quien encuentra en la transgresión una forma de épater le bourgeois, como en la divertida Mi amigo SatánPasándolo bien Qué demasiao. En esa senda, una nota aparte merece Manual para héroes o canallas, que cubre el interés de Sabina por los marginales (el mismo que alimenta otros temas posteriores, como Ciudadano Cero o la melancólica Balada de Tolito). El Manual en cuestión es una lista de las cosas que hay que hacer para volverse, según se quiera ver, un héroe (por lo rebelde) o un canalla (según la percepción de la sociedad). En otras palabras, son las instrucciones para ser un macarra. Preferir la navaja a la pistola es un guiño evidente a la gran tradición del ladrón de poca monta, el delincuente callejero (piénsese en el Pedro Navaja de Blades, los cuchilleros de Borges y al famoso, aunque posterior, Makinavaja barcelonés). No por nada, recuérdese, cuando Javert se reencuentra con Jean Valjean y lo ve descartar la pistola por coger la navaja, exclama: un cuchillo, claro, es más propio de ti. Las frases del Manual son precisas y llenas de connotaciones para quien conoció la cultura urbana de fines del siglo XX: preferir el infame pañuelo a la corbata, pues esta última era burguesa, de trabajador serio, y el primero un elemento propio del dandy (mi profesor, Abelardo OquendoEl delfín, llevaba pañuelo también mientras explicaba poesía de Oliverio Girondo). Apurar los licores del fracaso. Porque en esa época creíamos que fracasar era ser coherente con nuestras convicciones y tener éxito era propio de adaptados, siervos del sistema. La última regla quizás aspira a ser una conclusión. Aprender a ser malo y fugitivo

El fracaso o la tentación de entregarse a él alimentó muchas canciones de Sabina y llegó a su máximo desarrollo en El hombre del traje gris (1988), con el que, sanamente, pasó página y, si bien el fracaso o el marginalismo es marca registrada suya, incluso llegó a exponer el hartazgo de tocar aquella cuerda. En la muy inteligente El joven aprendiz de pintor (1985) ya comentaba que el éxito o el reconocimiento era parte de la evolución de un artista: Si no hubiera arriesgado tal vez me acusaría / de quedarme colgado en calle Melancolía. Volviendo a El hombre del traje gris, allí encontramos otro tema que consiste en una lista: Los perros del amanecer. Sin embargo, hay un amago de estructura: todas las descripciones de escenas o imágenes se orientan a ese momento clave, el de los ladridos de los perros. Señal de peligro, señal de la interrupción (o la destrucción, inclusive) de los sueños. Los perros ladran y te despiertan, te sacuden del letargo y te hacen entender que estás arruinado. A la hora en que se afeita el violador (y quizás trama un horrible plan) y sueña con la gloria el mal actor (porque es ingenuo, porque no entiende que es en vano), cuando entra al metro el exhibicionista (y tiene el subidón de adrenalina por lo que va a hacer), cuando el enfermo aprende a blasfemar (porque siente dolor, porque sabe que va a morir), cuando marca sus cartas el tahúr (y se alista a robarle a un tonto que va a jugar con él)… todos esos momentos son los momentos que anuncian una desgracia, el despertar a una realidad dura que nos envuelve y no podemos evitar.

Para quien desee seguir indagando, el recurso de la lista en composiciones de Sabina tiene más variaciones. En Esta noche contigo (de 1994), la lista es una especie de pedido al universo para que provea del ambiente perfecto a los amantes en su cita y todo sea hermoso o tienda a serlo (que se enciendan las velas… que se muera el olvido… que se acuerde Cupido de los maridos abandonados). Por último, en Es mentira (de 1996) hay muchas referencias a canciones previas de Sabina, entre ellas la famosa Mentiras piadosas (que también da título a su disco de 1990), pero también Más de cien mentiras del disco previo (es mentira que más de cien mentiras no digan la verdad) o incluso un guiño a El hombre del traje gris (yo solo me colgué medallas que no gané, cuando en la canción Nacidos para perder, de aquel disco, decía que la única medalla que he ganado en la vida en el escenario la gané). El procedimiento es largo y se presta a escribir más y mejor. Ojalá alguien se anime a seguir.

Memorias de gris: un salón

Si cuando eras niño tenías un espacio para jugar, entenderás a lo que me refiero. Cuando yo tenía seis años, ponían una estera para que no me ensuciara las rodillas y poder moverme a placer con todos los juguetes sobre el suelo. Ese espacio, en su brevedad, era el mundo por una hora o más, lo que me tomaba divertirme y echar la mente a volar. Pasan los años, cambian las rutinas, los niños se vuelven adultos, pero aún se necesita tiempo de solaz. Entonces vuelve la necesidad de un espacio hecho a medida, rodeado de lo que nos gusta y tiempo por delante. Todos merecemos un salón propio. No digo cuarto o habitación, debido a que, gracias a la pluma de Virginia Woolf, la imagen está identificada con el género y se propone como un espacio de trabajo creativo, lejos de las miradas impertinentes y el control social. El salón al que me refiero tiene interés estrictamente lúdico, burgués, si se quiere, porque hay que tener tiempo y disposición económica para montarlo.

Un salón debería tener piso de madera, paredes altas y un arco a la entrada. ¿Dimensiones? Seis metros de largo por cuatro de ancho, estimo, como mínimo para estar cómodo, no sentirse encerrado y poder recibir invitados sin agobiarse. Muebles esenciales: un sofá (por si se está en compañía), un par de sillones (el propio ha de ser más cómodo o distinguirse de alguna forma especial, como que es del anfitrión), una mesa de centro y mesillas a los lados para poner objetos. Una embocadura de chimenea de mármol que acoja retratos y postales llama la atención al entrar. Frente a la chimenea, una pantalla de televisión, que es la concesión moderna que ha de admitirse para cinéfilos o devotos de la cultura del videoclip. La pantalla puede reemplazarse o acompañarse con un lector de discos de vinilo (placer de audiófilos) o los menos distinguidos compactos (restos de una audioteca de hace veinte años). También se requiere una pequeña biblioteca o estantería, pero no de libros de estudio: un salón no se trata de un estudio o escritorio, ese espacio sagrado de los intelectuales decimonónicos (a lo don Rigoberto o Menéndez y Pelayo) que se llamaba biblioteca. En una biblioteca requieres un escritorio para sentarte a escribir la gran obra de tu vida (una labor ímproba) o las cartas a tus corresponsales que serán publicadas en los numerosos tomos de tu epistolario completo dentro de cuarenta años. 

En un salón como el que digo, en cambio, tu biblioteca solo puede contener libros de pintura (aquella serie italiana de Rizzoli), fotografía (como los Selected Works de Vincent Peters) y poesía (como para abrir un libro y leer algo de Cernuda o saborear el francés de Rimbaud), o libros clásicos en ediciones destacadas (como las de la Biblioteca de Babel de Siruela, la traducción de La Eneida de Julio Picasso o El señor de Ballantrae en edición neoyorkina). También has de poner allí objetos decorativos, como aquella cerámica de un lugar muy lejano, que te recuerda un zoco de África del Norte o la costa de Piriápolis o José Ignacio. Los souvenirs de una vida, con su gran poder evocativo y de sentimiento de posesión, deben estar allí para recordarte quién eres y lo que has vivido.

Hay que cuidar la iluminación: el salón se disfruta más en la noche, con luz tenue, difumada de una lámpara Tiffany en un rincón, y la otra luz que viene de la pantalla, como una fogata, cuando se ve una película como Reflections in a Golden Eye, Wings of Desire Les parapluies de Cherbourg. Asegúrate, además, de tener una lámpara alta con luz para leer junto a tu sillón, lo requerirás para deleitarte con alguno de los libros que consultes ocasionalmente. Acompaña tu estancia en el salón con un aperitivo, que puedes elegir según tus gustos y perfil: el profesional es fiel al whisky en las rocas, el bohemio prefiere jerez manzanilla, el afrancesado opta por el kir royale. En el verano, es mejor el vinho verde portugués o el blanco gallego. El salón debe ser un espacio de deleite, solitario o en compañía: se escucha música, se ve pintura, fotografía, cine o videoclips, se lee libros selectos, se saborea un buen licor y se conversa, ora con los muertos, con los que no están presentes o con quien viene a compartir la velada. No hay nada como un salón con música adecuada (como Los libros de la buena memoria de Spinetta o una antología de Michel Legrand), pintura, páginas sueltas (Una cabeza viene lenta desde el olvido…) y las dulces prendas de un amor antiguo para experimentar lo más parecido a la belleza de una vivencia sin moverse del asiento.

Nota bene: esta bitácora vuelve el 16 de enero próximo.

La “Historia trágico-marítima” de Bernardo Gomes de Brito

Entre 1735 y 1736, Bernardo Gomes de Brito recopiló bajo el emblemático nombre de Historia trágico-marítima doce relaciones de naufragios ocurridos en la segunda mitad del siglo XVI (aunque el último fue un acontecimiento de 1602). Publicada en dos volúmenes, dicha Historia canonizó un género literario, el relato de naufragio, a caballo entre la aventura, el relato histórico y el testimonio de fe. De las múltiples ediciones, traducciones y selecciones, cayó en mis manos hace poco la antología de la clásica Colección austral (1948). En ella se recogen solo cuatro naufragios, aunque todos dejan huella en el lector: el del galeón San Juan, al mando del capitán Manuel de Sousa Sepúlveda (1552), el del viaje de Fernando de Álvares Cabral (1554), el de la nao Concepción en San Pedro de los Baños (1555) y el de la nao Santa María da Barca (1559). 

Estilísticamente, son textos algo toscos y complejos por el vocabulario empleado (en su mayoría léxico de marinería), aunque en su crudeza transmiten un dramatismo que, siglos después, aún hace que la piel se escarapele imaginando las escenas narradas. Se trata de travesías, ora de ida o de vuelta, entre Portugal y la India, en la que el trecho más duro es el de África, que hay que bordear por el Cabo de Buena Esperanza. ¿Por qué ocurren los naufragios? Suele ocurrir que la nave va a tope, con exceso de peso (nadie quería dejar espacio vacío cuando se trata de ganancias por el transporte), y/o la impericia o descuido de un piloto, que se confía o que ignora los peligros de ciertas áreas. El vocablo naufragio proviene de un término latino que significaba originalmente ‘la nave que se rompe’: el acto mismo del naufragio se describe con todo lujo de detalles posible, a lo que siguen los esfuerzos por salvarse uno mismo, a los seres queridos y la mayor cantidad de bultos que se pueda. 

Ya en la costa, hay que organizarse: distribuir tareas, buscar alimentos, un refugio seguro y trazar un plan. El plan varía según las circunstancias. A veces se puede construir una pequeña barca para ir a tierras próximas donde se sabe que se puede encontrar otros portugueses. En otras, se trata de penetrar en la tierra para encontrar un río por donde se sabe que un barco portugués pasará en un tiempo razonable (unos meses) como parte de su ruta comercial. Recuérdese que los portugueses no colonizaban fundando ciudades, sino que establecían rutas de intercambio con comunidades y reyes locales. La esperanza de los náufragos a menudo reside en llegar a un reyezuelo amigo de portugueses que los acoja y alivie su hambre, su sed y los proteja de los peligros del terreno: los temibles cafres (siempre sospechosos de querer robarles hasta lo que no tienen), así como los animales salvajes. Huelgan escenas auténticamente trágicas: la dama despojada hasta quedar en cueros que, perdida toda su dignidad, hace un agujero en la tierra y se deja morir; el capitán, anciano, enfermo y agotado ya, que pide al grupo que lo deje morir solo y que prosiga su camino (por más incierto que sea); los hermanos que, a sabiendas del desenlace, ruegan a los compañeros que lleguen a sobrevivir transmitan a su madre que murieron ahogados (la forma menos dolorosa de morir) y que no se cuente que murieron de inanición o comidos por las bestias. 

Entre tantas desgracias, asoma la fe en Dios. Los relatos de naufragios se acogen a la intervención divina constantemente: los infortunios y la salvación se leen en clave cristiana, ora como castigo a los pecados, ora como una oportunidad de redimirse frente al pasado. Se interpretan como pruebas para el cristiano frente a la situación más adversa (como la tentación del canibalismo). Con todo, los relatos de naufragio siempre terminan con el alivio del rescatado: finalmente, pese a todos los terribles acontecimientos, contamos con el testimonio de aquel que sobrevivió y tuvo el suficiente temple de ánimo para narrar, con su mayor esfuerzo, lo que le ocurrió. En principio, era un pasajero más en el viaje, por lo que solo al final, cuando ha podido vivir para contarla, toda la experiencia adquiere su sentido trascendente. 

“El infinito en un junco” de Irene Vallejo

Una lectura pendiente era El infinito en un junco, libro que se ha convertido en un best-seller curioso, debido a que no se trata de una novela o un ensayo de tema urgente o más o menos de moda. El infinito en un junco habla de un artefacto que, a estas alturas de pantallas táctiles y audiolibros, parece en proceso de desaparición: el libro como objeto físico y las bibliotecas, aquellos lugares que a lo largo de los siglos los ha albergado y protegido. Publicado en setiembre de 2019, este libro de Irene Vallejo resultó especialmente estimulante (y hasta consolatorio) al año siguiente, en medio de la pandemia que nos hizo pensar en el fin del mundo tal y como lo conocíamos.

Hablando sobre la aparición de la escritura y sus soportes (piedra, barro, papiro, pergamino, papel) y el surgimiento de las bibliotecas, El infinito en un junco abarca muchísimo más: es una síntesis de los orígenes y el desarrollo de la civilización occidental. El libro se divide en dos partes. La primera, “Grecia imagina el futuro”, expone la figura y el proyecto imperial de Alejandro Magno, aquel macedonio que soñó con ser ciudadano global e instilar ese ideal en sus vasallos. En el camino, fundó ciudades y difundió la cultura griega. Su sucesor en Egipto, Ptolomeo, comprendió que Alejandría, la gran ciudad-puerto de la antigüedad, necesitaba ser un faro no solo para la circulación de riquezas, sino también para el conocimiento: a él se debe el proyecto de la célebre biblioteca de Alejandría, que si bien no fue ideada por Alejandro, rescata su visión de un imperio mestizo. La biblioteca debía acoger todos los libros y contar con un equipo de traductores al griego. La segunda parte del libro, “Los caminos de Roma”, se ocupa de la consolidación definitiva de esos ideales de incipiente globalización: los romanos, con una maquinaria militar más eficaz que la del rey macedonio, recogen el legado griego, asumen su rico patrimonio literario y cultural, y lo expanden. La biblioteca pasa a ser administrada y financiada desde Roma, y sobrevivirá un poco más allá de la caída del imperio romano de Occidente, aunque ya languidecía cuando los árabes invaden Egipto.

A lo largo de 135 capítulos (87 en la primera parte y 48 en la segunda), breves en extensión, el libro repasa no solo estos dos grandes episodios de la historia occidental (que conocemos como “periodo greco-romano” o “edad antigua”), sino que a través de ellos indaga en detalles históricos y culturales de la vida cotidiana, y fija su interés en personajes secundarios o marginales de la época, gracias a los cuales se observa el impacto del libro y la gestación de una cultura común. La biblioteca era un espacio no solo para leer, sino para estudiar y producir obras, reflexionar sobre el pasado y el presente pensando en preservarlo para el futuro. Conservando ideas, conocimientos y experiencias, la lectura de libros brindaba una cohesión o sentido de comunidad que es la base de la civilización occidental: la cultura greco-latina, la cual configura todavía nuestra visión del mundo. Uno de los recursos favoritos de la autora para lograr transmitirnos esa continuidad es la etimología: palabras como canonliber o la referencia clásica a los oradores que entraña el nombre de Atticus Finch (el abogado de Matar un ruiseñor) revelan hasta qué punto somos hijos de ese proyecto de civilización y sus valores que han pervivido a través de las bibliotecas y la lectura de los libros. 

Escrito con gran amor por los libros y la lectura como experiencia de vida, El infinito en un junco se deja leer como una enciclopedia, saltando de un capítulo al otro: sus capítulos son pequeñas unidades, están llenos de datos menudos (tanto de erudición, cultura popular, como anécdotas personales) que se desgajan y son el punto de partida para una reflexión particular. El libro es también, entre tantas cosas, el testimonio del aprendizaje de la lectura y el humanismo de una mujer educada a finales del siglo XX. Finalmente, una de las virtudes más destacadas de El infinito en un junco es que, pese a ser un libro de historia e impregnado de recuerdos fascinantes (tanto enciclopédicos como personales), no se deja llevar por la nostalgia anquilosante: todo el tiempo, la autora establece conexiones entre procedimientos y modos de pensar y actuar que permanecen como válidos, con lo que su conclusión destila un gran optimismo, pese a las circunstancias actuales. Tal es el poder de la historia y su trascendencia en la pluma de Irene Vallejo.

“El señor de Ballantrae” (“The Master of Ballantrae”) de R. L. Stevenson

El siglo XIX, gracias a la revolución industrial (que agilizó los viajes y la expansión del comercio) es el siglo de los folletines, de la novela de aventura y de la tuberculosis. Robert Louis Stevenson fue un escritor que conjugó dos de los rasgos típicos de este periodo: fue un viajero (acabó viviendo en Samoa) impulsado, en buena medida, por su tuberculosis, que lo invitaba a alejarse de los climas severos para un pecho débil. Trotamundos, pasó una estancia en la zona más natural del estado de Nueva York, los Adirondacks, arriba de Albany, donde empezó a escribir esta novela, El señor de Ballantrae, cuya dedicatoria firma en Waikiki (en 1889) y dirige a Percy Florence Shelley y su mujer (se trata del hijo de Percy y Mary, la de Frankenstein). Esta novela en la senda de La isla del tesoro, nos lleva de la mano por el cronotopo de la aventura, los desafíos y los códigos de honor de los hombres malvados que han vivido mucho. Igualmente, como Doctor Jekyll y Mister Hyde, nos propone una dualidad que, en su contraste, fascina al lector, entre la repugnancia y la admiración.

La acción arranca en el contexto de los levantamientos jacobitas, que pretendían devolver al trono a los Estuardos. En el levantamiento de 1745, los hijos de la noble casa escocesa de Durrisdeer y Ballantrae, pensando en no ver afectada la fortuna familiar de ninguna forma, toman partido por causas opuestas: el primogénito, el inquieto James, se va con los rebeldes (con lo que, al fracasar el movimiento, acaba proscrito), mientras el menor, el prudente y discreto Henry, se queda leal al poder vigente, hereda el título, mantiene riqueza y propiedades de la familia y hasta acaba casándose con la muchacha que era el interés romántico de su hermano. Un día aparece en los predios de Ballantrae el irlandés Burke, un militar que conoció al primogénito James en el levantamiento, acabó en un barco pirata con él y ahora cuenta que el hermano mayor, como el fantasma de un pasado deshonroso, está vivo en algún lugar y, alegando sus privilegios familiares, necesita dinero…

El resto de la novela nos sumerge en la disputa entre ambos hermanos por imponerse al otro, aplacar viejos rencores y mantener el prestigio familiar, mediante documentos, recuerdos, testimonios orales y rumores que son recogidos por un testigo, el secretario de Henry y fiel empleado de la familia, Mackellar. A todo esto, ¿quién es realmente aquel Master of Ballantrae que da título a la novela? Acaso James, el primogénito, perdonavidas, guapo, dispuesto a todo, el que ha vivido a salto de mata y no tiene problema en hacer lo que sea por vivir a la droga, apelando a su primogenitura. O bien el abnegado Henry, que ha ejercido todos estos años como ese título, administrando el legado, empeñado en transmitirlo a sus hijos, soportando a un padre que lo minusvalora (por considerarlo débil frente a la virilidad del mayor) y a una mujer que probablemente aún sigue enamorada de James. Parece que nada de lo que haga será suficiente para ser considerado el auténtico señor de Ballantrae

La narración fluye introduciendo una serie de papeles que recrean para el lector las aventuras del canalla de James, entre un Estados Unidos aún salvaje, esa “provincia de Nueva York” a la que se penetra subiendo por el Hudson y partir de Albany a los territorios infestados de indígenas que arrancan las cabelleras a los invasores europeos; una India igualmente exótica en la que cualquier cosa puede ocurrir, porque no se sabe cómo reaccionarán los nativos; y la vida de los piratas que asedian los puertos del Atlántico. Tales papeles van acompañados de comentarios, notas a pie de página y observaciones del narrador, Mackellar, quien a ratos nos recuerda a ese narrador borgiano que autoriza o cuestiona, según convenga, la fidelidad de tal o cual testimonio en una tierra exótica a causa del valor del hombre que lo brinda o protagoniza. Lo apunto porque un lector de Jorge Luis Borges puede percibir un tono familiar en ese tipo de narración, al que el autor argentino añadió una reflexión metafísica propia de inquietudes algo más contemporáneas. Felizmente aún circulan ejemplares de este libro de Stevenson, tanto en inglés como en español. Yo poseo, gracias a un buen amigo, una edición neoyorkina (no por nada el desenlace de la novela se ambienta aquí) de 1965 con litografías en color.