La corruzione (“La corrupción”) de Mauro Bolognini ofrece una especie de educación sentimental de un adolescente piadoso (interpretado por un angelicalmente rubio Jacques Perrin) que, educado bajo el rigor del catolicismo, entra de golpe en el mundo de los adultos en pocos días. El conflicto del joven Stefano, recién salido de un internado suizo, sin una idea clara de qué quiere hacer (dedicarse a la iglesia o seguir la senda del padre, un hombre de negocios) refleja también una crisis cultural, producto de una época de transición, entre una Italia conservadora, marcada por la religión, y la modernidad de los automóviles, el rock n’roll, la liberación sexual y todo el estado de bienestar producto de la prosperidad económica posterior a la Segunda Guerra Mundial que se hace patente en la Milán donde ocurre la historia. En el mundo disciplinado de su colegio, que queda patente en la primera escena, el director establece esa crisis en dos caminos dicotómicos que dividen Europa: el católico y el marxista. “Y ustedes siendo burgueses, ya han elegido”, sostiene.
En ese contexto, Stefano busca la pureza en un mundo moderno, nuevo, que no conoce y lo abruma. Tiene una madre enferma, frágil y depresiva, que resulta una carga para su padre y una herida abierta para él. Su anuncio de que piensa ir al convento, lleva al padre, Leo, a planear un fin de semana en el mar. En esos días se desarrolla un triángulo amoroso entre Stefano, su padre, a quien no puede vencer con sus armas, y Adriana, el objeto del deseo (Rossana Schiaffino). El fin de semana pone a prueba las convicciones religiosas y morales de Stefano. Adriana no atrae solo por su juventud y belleza, sino, sobre todo, por su estilo de vida y su actitud: es una joven desinhibida, que ríe y baila, de sexualidad libre y con sus propios recursos (ahora se le llamaría sugar baby y a Leo, el padre de Stefano, su sugar daddy).
Stefano alterna las interacciones, primero ásperas y luego íntimas, con Adriana, y el debate con el padre, Leo, sobre el sentido de la vida, a propósito de su vocación religiosa. De vuelta a la ciudad, impotente y con sentimiento de culpa, el joven se esfuerza en mantener su desprecio a esa dolce vita burguesa que el padre le propone. Desde la perspectiva paterna, escéptica y capitalista, solo existen los que mandan y los que obedecen, los que explotan y los explotados. La figura paterna que Stefano preferiría es el intelectual antifascista, Morandi, “un santón de la Resistencia”, como se le define. El desengaño se encuentra en un triste episodio (el suicidio de un empleado de su padre) en el que aquel modelo de moral y coherencia (el intelectual Morandi) se le despinta al joven por completo, pues acaba revelándose como acomodaticio, un corrupto, como lo llama el mismo Stefano. La adultez entonces resulta una concesión o renuncia a los valores en los que cree.
Perdido, desorientado, sin guía espiritual alguno, Stefano da vueltas por la ciudad, en una noche oscura en la que nada tiene sentido para él. Primero, a va a ver a su madre, quien se encuentra, como siempre, aletargada en una cama, muerta en vida. Luego, busca a la única persona en la que puede confiar a estas alturas: Adriana, quien lo recoge en su descapotable, cabello al viento, conduciendo libérrima por la carretera, las manos en el volante, con pleno control de su vida. Ella también ha acabado su affaire con Leo, el padre de Stefano, y manifiesta estar algo triste. Sin embargo, ha ganado buen dinero y no se puede quejar de la situación en la que ha quedado. ¡Vive y no pienses, es mejor así!, le dice Adriana al apesadumbrado muchacho. ¿Cómo se supone que debo vivir?, pregunta Stefano, derrotado para siempre. Adriana, para animarlo, se detiene en una sala de baile al aire libre, donde muchos jóvenes bailan coordinados, tan cómodos y relajados, mientras Stefano los mira, triste, desde el coche, con el pesar de saber que no tiene otra opción que ser como su padre, tener dinero y ser convencionalmente feliz con lo que la vida le ha dado sin que él lo pida. Y el volumen de la música se eleva, con más ritmo y fuerza, los bailarines empiezan a dar palmas, concentrados, deleitándose… Stefano sostiene la mirada fija, triste, sin esperanza, y solo le queda ponerse a llorar contra el asiento del auto, antes de ver, por última vez, a esos jóvenes que se la pasan tan bien.
Esta escena final de La corruzione me hizo pensar inevitablemente en una escena parecida en la novela corta Los cachorros (1967) de Mario Vargas Llosa: el protagonista, Cuéllar, se encierra en el auto, mientras sus amigotes, aquellos compañeros suyos del colegio, están rematando la juerga en un burdel. A la salida, se encuentran con Cuéllar llorando y no entienden por qué lo hace, si la vida es de mamey (entiéndase ‘excelente’). Él, atormentado por su condición de emasculado y sujeto marginal en la sociedad, derrotado de antemano por el machismo que le exige acatar un modelo de masculinidad que no puede acatar, se ha encerrado, como Stefano, impotente frente a ese mundo burgués en el que no puede participar. En Los cachorros, Cuéllar dice haber llorado por los pobres, que es un eufemismo para manifestar que llora por sí mismo.