El beso y la muerte: lírica y masculinidad en el pop contemporáneo

La mataré es el sencillo, extraído del álbum Mi problema con las mujeres (1987), que llevó a Loquillo y su banda Los trogloditas al éxito entre España y América. Como se sabe, la canción, pasados los años y su calidad de hit, sufrió la condena de quienes advertían en ella una apología de la violencia de género. Loquillo, el cantante, dejó de cantarla en una época, pero en los últimos años la ha retomado, por cansancio ante aquella detracción y porque, según comenta, la música actual posee canciones con un lenguaje patentemente misógino y que degrada la mujer de forma explícita. En ese panorama, la letra de La mataré se pierde en el mar de la incomprensión o queda bajo la óptica de la lectura básica de cariz testimonial, que tanto impacta ahora en la recepción de la obra de arte: en lugar de observar monumentos (sobre todo de otras épocas) nos quedamos con meros documentos y de eso no salimos. Si a ello le sumamos la visión de panóptico que alienta internet, poco o nada queda de La mataré como texto lírico que retoma los planteamientos esenciales de la tradición poética europea. 

Resulta estimulante en ese aspecto, detenerse en la letra a la luz de la relación entre el discurso de la lírica y la masculinidad de la temprana modernidad. El yo de la poesía lírica clásica cuenta más o menos siempre la misma historia con los mismos sentimientos y actos: se lamenta, como amante melancólico, de su amor frustrado, porque la amada es fría, esquiva y/o está muerta. La frustración canaliza la “amorosa violencia” que gesta el poema (el texto, el ejercicio literario, reemplaza la vida o cualquier acto que vaya a ocurrir; no haces, enuncias). Este relato básico, que apelaba al prestigio de la melancolía como actitud o pose que distinguía al sujeto y lo ponía por encima de la vulgaridad de una vida común, llega hasta el romanticismo y cuenta con Edgar Allan Poe como uno de sus mayores difusores y hasta teóricos. A él le debemos aquel famoso aserto en la Filosofía de la composición, según el cual el mejor tema de la poesía es la muerte de una mujer hermosa. De allí a El cuervo y un sinnúmero de relatos suyos (“Ligeia”, “Berenice”, etc.) hay un paso. En el Siglo de Oro, el mito de Apolo y Dafne era ejemplar para el poeta y pocos escaparon de recrearlo, en burlas y en veras, por igual. Felipe Valencia sostiene, con razón, que el canto de Polifemo en el poema gongorino constituye ese discurso lírico del sujeto melancólico que desata su violencia contra el bello Acis, quien logró seducir a Galatea como no pudo hacerlo el cíclope. Porque el melancólico, recuérdese, no solo rumia su tristeza y despecho, sino que puede volverse loco furioso por los celos, cuando el poema no es suficiente válvula de escape. 

Alrededor de la melancolía como rasgo de una masculinidad que plasma la lírica amorosa (que ahora catalogaríamos sencillamente como tóxica en la vida real), contamos con otras manifestaciones en el teatro (desde el celoso Otelo en inglés hasta el Gutierre calderoniano) y hasta en textos contemporáneos. Piénsese en el perturbado Juan Pablo Castel en El túnel (“tengo que matarte, María. Me has dejado solo”) y en este yode la canción de Loquillo: volvemos al viejo relato impregnado de tragedia, en el sentido de la destrucción de un individuo que acaba por arruinar su vida a causa de elementos que se disponen (o él siente que se disponen) terriblemente contra él. Ninguno de esos amantes torturados siente satisfacción de matar a la mujer, sino que lo hacen arrastrados por la circunstancia trágica propia de la ficción en la que viven. Recordemos: sus situaciones no son reales, sino verosímiles, y así hemos de consumirlas. Ahora bien, lo interesante es que los lectores clásicos (en el sentido de conscientes de cómo funcionaba lo literariola tradición poéticalo verosímil o simplemente acostumbrados) sabían reconocer que se trataba de un discurso, prestigioso, sofisticado, elegante, el cual, por esa misma razón, podía parodiarse (de allí el sinnúmero de poesía satírico-burlesca que se ríe de sus tópicos), con lo que reconocían, de paso, que se trataba de solamente eso, literatura o self-fashioning, si se quiere, para ponerse los laureles de amante sufrido y por ende distinguido, intelectual y noble. En suma, este tipo de texto constituía un invento o artificio. No entenderlo por entonces llevaba al error del mal lector como lo era don Quijote y que tantas risas provocaba: el desequilibrado que podría creer que eso que leía había ocurrido o que se estaba validando para la vida cotidiana. 

Con todo ello en cuenta, revísese la letra de La mataré y se comprenderá como lograda recreación de lírica de la temprana modernidad y su masculinidad desmedida: el yo se queja de la frialdad o esquivez de la mujer, que lo vuelve loco (porque es joven y bella, pero, no quiere ser de él, como Dafne, ni de nadie, como Diana) y en su frustración, su gran dolor por no poder alcanzarla, advierte lo peor: que no la encuentre jamás / o sé que la mataré. En otras palabras: no es que la quiera matar, de hecho, no quiere hacerlo, pero se halla en el mundo paranoico del melancólico, que lo mismo llora que se abalanza furioso. De hecho, el videoclip que recoge la canción (en RTVE) refleja bien esa situación patética del sujeto torturado: Loquillo y su banda interpretan su sufrido reclamo en una pantalla que una mujer (sin rostro, pues solo la vemos de espaldas, totalmente a salvo) mira atenta, con un marco tan patente que da fe de la distancia que tiene el discurso de la situación enunciativa frente a la realidad de aquel tú ausente de la lírica. Así, el canto se recibe como espectáculo, como performance.

Aplicado a la vida real, dicho discurso es evidentemente retrógrado, pero plasmado en una canción, como objeto, se hallaba revestido de aquella fermosa cobertura que es la poesía o todo arte que se estime: las guitarras herencia del punk se acoplan maravillosamente a las palmas de la rumba catalana y le dan ese ritmo trepidante que parece evocar las punzadas de los celos, la desesperación por el deseo insatisfecho, la amenaza de la trágica muerte con una navaja (vuelta casi símbolo, piénsese en la primera escena de Bodas de sangre: “Malditas sean todas [las navajas] y el bribón que las inventó”, dice la madre) que sellará una unión ahora imposible: a punta de navaja / besándola una vez más. Este beso final, previo a la muerte, es sumamente erótico de acuerdo, nuevamente, a la tradición lírica occidental: el amante recoge a través de la boca el último aliento (el pneuma) de la amada, con lo que recibe algo de su alma, que es, a fin de cuentas, lo que busca alcanzar el amor más profundo (que aspira al alma de la amada que se proyecta a través de sus ojos). Algo parecido ocurre en la canción Last Kiss (en español El último beso, interpretada, entre otros, por Los Doltons), tras sufrir un accidente de coche (él conducía, no pudo evitarlo, otra tragedia): I held her close I kissed her our last kiss / I found the love that I knew I have missed / Well now she’s gone even though I hold her tight / I lost my love my life that night. En este último beso se halla una similar tragedia (la amada joven y bella para siempre perdida), el mismo sentimiento de melancolía masculina, violenta, creativa y totalmente lírica, de acuerdo con los estándares clásicos.

Diario (deshojado) de Luis Alberto de Celis, VI: música, películas, recuerdos, reflexiones

15 de abril 

Espero que te encuentres bien. Es curioso saber de tu existencia a través de notificaciones. Tiene algo de automatismo, pero también de telegrama o botella al mar. Supongo que no hay fuerzas o ganas de escribir. Sea lo que fuere, lo comprendo. Yo tampoco tengo mucho tiempo para enfocarme en mis cosas. Pero quería, de todas formas, compartir esta canción contigo. La venía buscando hace años. En una de mis primeras mudanzas perdí el casette o el cd, o bien está refundido en alguna caja que me madre tiró o está por tirar. “Asoma el llanto” es de 1991. Yo la escuché en 1994 y me hacía pensar en el mar, en el vaivén de las olas, en la brisa y el amor de aquel “cálido viento del sur” que es como un poema. Una mujer -la mujer que solo hablaba de cosas- recibió en una época ese mote, “mi cálido viento del sur”, porque también ella era marina. Lamentablemente, en esa época no tenía acceso a la canción y me conformaba con cantársela con esta voz desastrosa que tengo. El amor motiva esas cosas y ocurre a todo tipo de almas. Hoy, en el sosiego de la primavera neoyorkina, cuando toda la nieve se derritió, finalmente, y los techos quedaron relucientes y el verdor asoma con alguna brisa fría, escucho la canción y tiene el poder de traer a mí sentimientos pasados, pero aún vivos, sin el viejo referente (hay que amar la música, no el instrumento, ya lo decía Onetti), quizás esperando la ocasión en que surja de nuevo, como la banda sonora de una película en la que uno participa sin saberlo. Este semestre Borges me aportó la idea de trama secreta. Explica muchas cosas y le da sentido a las cosas, incluso a las desdichas. Quizás algo extraordinario está ocurriendo ahora mismo en nuestras vidas y no lo sabemos. ¿Volvió el colibrí a rondarte? Pienso en el brillo especial de esas primeras luces de la mañana y el animal extraordinario. ¿Cómo cazarlo? Ese colibrí debe ser como el unicornio, que solo se rendía a doncellas en medio de un bosque espeso.

29 de septiembre 

Es absurdo engancharse a una conversación formal, abstracta, a través del teléfono o de la mensajería. No conduce a ninguna parte. Todo queda fragmentado, seco, sin ningún brillo. Lo opaca la inmediatez. El problema de la mensajería es que reduce todo a lo concreto, lo inmediato, sin ninguna reflexión. O si uno intenta hacerla, luego se ve interrumpido. Inútil. Hay que volver a la rutina de la tertulia continuada, de la videoconferencia o la cenita clásica, el banquete platónico.

30 de octubre

Vi Two for the Road. Me gustó su frescura, muy de los sesentas, según la cual no hay que ceñirse a ningún género que marque la pauta de los personajes: tiene ritmo de tragicomedia, de momentos silenciosos y reflexivos, a otros un tanto exaltados, en los que uno se ríe por lo inesperado, lo descarado, lo vivo. El cronotopo del camino, ya lo sabían los narradores clásicos, ofrece ancha vía para que los protagonistas confronten otras realidades, otras perspectivas, otras atmósferas y eso promueve la introspección. Me identifico hasta cierto punto con el escepticismo desinhibido que no excluye el permanente flirteo entre esos dos que de tanto conocerse saben pulsar cuerdas en el corazón del otro. Ese es el desengaño que te da licencia para decir casi todo lo que quieres y sientes a la persona con la que has compartido tanto, que ya nada le va a ofender. Y hasta podría entenderte y solidarizarse, con la cálida distancia del compañero (o compañera) de viejas querellas. Porque el amor en la práctica, cuando se prolonga y se desarrolla hasta sus últimas consecuencias, no es más que un hilo de memorias (con suerte agradables) que se solapan y configuran el ser en el que te has vuelto. Y están formadas de epifanías (esos escenarios perfectos en compañía), de querellas (que en la memoria hasta pueden resultar enternecedoras o en todo caso cómicas de tan cansinas) y del polvo de los sueños triturados. Así que, según lo muestra la película, la única forma de sobrevivir al amor es discutiéndolo, transformándolo, haciendo de él un tema, un objeto, una cosa que está fuera de nosotros, que ya pasó y que vamos a evaluar, hasta la extenuación. En otras palabras: mantener el calor que provoca la llama del amor revolviendo sus cenizas. No sentí en la película un mensaje derrotista o de sombra trágica en torno al amor, como en tanta historia romántica. Hay una película un poco posterior, llamada Anónimo veneciano. Se podría prestar a una comparación interesante. Un hombre y una mujer se encuentran para pasar el día juntos en Venecia. Toda la película consiste en verlos caminar y charlar por la ciudad lacustre, también revisitando su amor, pero aquí todo es serio, cerrado (como la ciudad por la que caminan, toda puentes y calles estrechas, con gente alrededor), en franca decadencia como Venecia misma (hundiéndose, literalmente, con el moho, los ferrys que se bambolean, el olor a pescado, etc.). Naturalmente, la charla conduce a una sensación de derrota, de algo fatal, que se cierne, inevitablemente, sobre los amantes y no queda más que aceptar (como en los grandes relatos de amor) que la pareja estaba signada por la desgracia, que los dioses no nos aman y no soportaban vernos juntos. Los héroes lloran y caen, pero cubiertos de gloria. Como rezan unos versos de Luz Casal: “pensaré que fuimos grandes/ pensaré que fuimos dos/ tú en tu cuerpo, yo en el mío/ y en un solo corazón”. Nada de eso se encuentra en Two for the Road. Y allí está su valor, su originalidad. Audrey Hepburn ilumina la escena, la cámara la adora y su cosmopolitismo y elegancia impregnan todo.

7 de enero 

Nota a Los caifanes. Una aventura nocturna. Bajo un esquema básico, resulta una película de culto, llena de referencias a la psicodelia y también a cierta “acción poética” que me recuerda a los asaltos surrealistas de los años veinte. Hay una cosa mexicana que me encanta: la capacidad para consolidar formas híbridas que no resultan del todo chocantes. La literatura peruana siempre me pareció aburrida por lo plana y cuando no lo es, la hibridez suele ser puesta al servicio de un discurso social marcado (solo Arguedas logra balancearlo con algo de lirismo en estado puro). Pero aquí, en la perspectiva mexicana, en la cual puedes recitar versos barrocos que encajan a la perfección en la aventura de la funeraria, con el guiño a la muerte como emblema de la festividad mexicana. La película envuelve y mantiene un buen ritmo. Enrique Álvarez Félix hace muy bien de señorito y anticipa a su rol en “Colorina”. La muchacha resulta mucho más aventurera que él y los caifanes tienen algo de los viscerrealistas de Bolaño. Probablemente esto no era tan ajeno a la “movida juvenil” del DF en aquellos años de un joven Roberto Bolaño

Otro detalle mínimo: el caballo de madera. Es un símbolo poderosísimo, la pasión, la libertad, la búsqueda a través de lo más visceral (como las patas de sagitario) que se identifica con la actitud vital de la banda. Me recordó mi antigua afición a las figuras de caballos, de la que nunca te he hablado. 

26 de febrero 

El problema de ser dichoso, ya lo decía Celestina, es que nos embarga el miedo de perder la felicidad. Nunca nos sentimos más frágiles. Se lleva mejor la pena: todo cambio puede ser para mejor. La esperanza es una fortaleza. Cuando se es feliz, la esperanza es débil, no nos la creemos.

“Los relámpagos de agosto” de Jorge Ibargüengoitia

Esta novela corta recibió el Premio Casa de las Américas de 1964 y configura, en su brevedad, una muestra estupenda de sátira y humor alrededor de la llamada novela de la revolución, de la cual se propone como parodia. La novela pasa por ser las memorias de un general, Guadalupe Arroyo, quien ofrece su descargo frente a las mentiras e infamias vertidas por rivales y antiguos camaradas, con lo que lleva a cabo un ajuste de cuentas. Lo que relata no es, ciertamente, muy original, si se consideran aquellos episodios de la historia latinoamericana marcados por los golpes de estado, las conspiraciones militares y los escenarios revolucionarios que agitaron a algunos idealistas, otros tantos aprovechados y ladrones, así como los guiados por su ignorancia, el caudillo y la demagogia.

Como testimonio o memoria de un acto de contrarrevolución, en defensa supuestamente de la revolución que unos reaccionarios quieren detener, se propone, en primera persona, una larga relación de los errores cometidos por el protagonista. El general Arroyo dice hacerlo todo por mantenerse fiel a los ideales revolucionarios y esgrime una integridad moral que lo hace ver quijotesco, pues choca con un mundo político degradado, donde todos los demás son conscientes de que se trata de mantener las apariencias del orden: hay que sostener la ilusión de la defensa de los logros de la revolución, los ideales, la constitución, la democracia, etc., mientras que en realidad se trata de tomar el poder y mantenerlo a toda costa. Todos los militares, funcionarios y líderes civiles que se cruzan con el general son taimados, mentirosos y dispuestos a voltearse a la primera, hasta acabar acorralados, tras todas las desgracias e infortunios posibles, echando a suertes quién queda como último hombre, escapando para no volver a ser vistos o buscando a quién entregarse como rendido en las mejores condiciones. Ciertamente, podría estar ocurriendo lo contrario: que Arroyo esté haciéndose el tonto para descargar toda la mala reputación que le ha caído encima, como él mismo admite al empezar el libro, con lo que llevaría a cabo otro ajuste de cuentas, reescribiendo la historia para su conveniencia.

Así vemos desfilar a una retahíla de militares, cada cual más acomodaticio y maquiavélico que el otro. Entre ellos destacan Germán Trenza y Vidal Sánchez, quien se revela cómo el más hábil de todos, auténtico titiritero de las acciones, los montajes y las vidas de los individuos. Cada capítulo se engarza bien con el siguiente y todo parece la crónica de una muerte anunciada, en este caso la crónica de una derrota anunciada: los sujetos, las circunstancias y los espacios hacen notar que todo va a salir mal y hasta la muerte heroica le es negada al íntegro Arroyo, para llevarlo de un exilio del cual regresará como un héroe sin gloria, pues en realidad no hizo nada, a la par de sus compañeros, igual de desdichados y tramposos, para deponer el presidente de turno, aquel mismo contra quien se habían levantado tiempo atrás, no por convicciones democráticas, sino porque no les aseguraba los puestos que ellos aspiraban a ocupar.

Lo ridículo se alcanza a través de planes que no salen bien, falsas alarmas que exigen un heroísmo inútil y acciones indignas o degradadas (como querer fusilar a mansalva, cobrar cupos o irse de juerga en medio de momentos graves), con personajes innobles y zafios, militares que son auténticos espadones que brillan por su arbitrariedad y codicia. Se configura así una convincente crítica, por vía de la sátira, de los militarismos, en este caso en México, pero cada país tiene su propia versión del fenómeno. A mí me recuerda a las anécdotas de cuartelazos como los que aún se cuentan en torno a las dictaduras peruanas de Odría, Velasco y Morales Bermúdez; el quijotismo del protagonista también nos hace pensar en aquel general paraguayo que se pasa años esperando al otro de la frontera a volver triunfal a su país en La revolución en bicicleta (de Mempo Giardinelli); por último, la torpeza en los planes y el hecho de que nadie esté a la altura de las circunstancias recuerda a episodios de la fallida revolución contada en Historia de Mayta (1984).

“Crímenes imperceptibles” (o “Los crímenes de Oxford”) de Guillermo Martínez

Cuando en 2003, Guillermo Martínez sacó a luz Crímenes imperceptibles ya llevaba un puñado de libros publicados (entre un libro de cuentos, dos novelas y un ensayo), pero gracias a esta novela se volvió un best-seller, un autor indiscutiblemente canónico. La película Los crímenes de Oxford (2008), basada en la novela y con inteligente cambio de título, solo vino a confirmar este lugar bien ganado en el mundo literario de habla hispana. Con los años, la fama de Crímenes imperceptibles y su mismo autor ha venido de la mano de la película de Alex de la Iglesia. Se trata de lenguajes distintos, por lo que esta entrada es una invitación al texto de Crímenes imperceptibles, que en ediciones más recientes ha adoptado el título, más llamativo, de Los crímenes de Oxford y ha pasado a ser el inicio de una saga (Los crímenes de Alicia).

La novela es un mecanismo narrativo bien urdido, con todos los recursos propios de una novela detectivesca o de misterio: el enigma, la relación entre discípulo y maestro, el amor romántico (que ciega) y las pasiones del corazón que se han mantenido ocultas por décadas y que han movido a los personajes a actos fuera de lo ordinario. Si a ello se suma el ambiente universitario de Oxford, con su pequeño mundo de callejuelas, cafés, bares y gente singular que se conoce toda entre sí, el best-seller está servido. Finalmente, la cereza del pastel: las matemáticas como pesquisa infinita, un juego apasionante y el lugar donde se proponen las grandes preguntas que no tienen respuesta. La deuda con Borges es evidente en la idea misma de la serie (pensemos en La muerte y la brújula, el Herbert Ashe de Tlön y otras tantas referencias posibles) o en el significado de los nombres (el profesor Seldom, cuyo apellido en inglés remite a raroinfrecuente, otro guiño al enigma de las cadenas o series). En la relación maestro discípulo, la de Seldom y el estudiante argentino (sin nombre explícito, pero el cual podemos intuir, por pistas, que se llama Guillermo), se nos antoja una proyección de la pareja protagónica de El nombre de la rosa (aunque sin el mismo desenlace de Eco). 

La película, por obligación, tiene un ritmo algo más trepidante (con la reorganización de algunos episodios y secuencias) y aprovecha los espacios de la ciudad, mientras que en la novela las digresiones matemáticas configuran momentos de distensión. Hay otros varios ajustes necesarios a pequeños detalles. Entre otros, ya que el estudiante argentino se vuelve americano (Elijah Wood), la cuota hispana latina de la película se encuentra en el personaje de Leonor Watling (Lorna), que en la novela es una inglesa pelirroja. John Hurt es un Seldom convincente y Julie Cox ofrece una Beth frágil y vulnerable. Igualmente hubo que ajustar uno de los desafíos mentales, el del scrabble, pues en la novela había de descifrarse con una referencia al castellano. Así y todo, la película no gozó de mayor fortuna crítica, quizás porque el material con el que está construido el misterio (las matemáticas desde una perspectiva borgiana) no logra cuajar bien en la pantalla grande: muchas de las anécdotas sobre matemáticos y los problemas que abordan quizás son más cautivantes siendo leídas (y por ende imaginadas por el lector) que recreadas con flashbacks. Quizás en el mundo hispanohablante, Crímenes imperceptibles, en la rica y vasta tradición de novela policial rioplatense, puede recibir una mirada, de antemano, receptiva y generosa, de la mano de Borges y la fascinación inglesa.

“Muchas veces dudé” de Luis Nieto Degregori

El escritor cuzqueño Luis Nieto Degregori es uno de los más destacados narradores peruanos contemporáneos. Dentro de su obra, que incluye tanto cuentos como novelas, se ha distinguido por la elaboración de ficciones históricas. He allí una novela de intriga tan lograda como Asesinato en la gran ciudad del Cuzco o los relatos cortos sobre personajes coloniales que integran su clásico Señores destos reynos. Para esta novela, Muchas veces dudé, Nieto Degregori acumuló varios años de preparación (lectura de bibliografía especializada) que dieron un fruto cierto en 2022. Al amparo de las palabras iniciales del autor de la Nueva Corónica y buen gobierno, que dan título a la novela, Nieto Degregori ficcionaliza la relación entre Guaman Poma de Ayala, el famoso cronista indígena, y fray Martín de Murúa, un cronista de segunda fila, pero con el cual el escritor indio mantuvo contacto prolongado, con beneficio mutuo y algún que otro conflicto, según lo desarrolla Muchas veces dudé.

La novela se dispone en dos líneas narrativas: la primera, la más extensa, rica y vigorosa, es la que expone las vicisitudes de Guaman Poma y cómo se conoce con Murúa, la evolución de su contacto y su último desencuentro; la segunda, en menos capítulos que se van intercalando, se sitúa en la actualidad, y presenta a dos investigadores que permiten al lector lego comprender mejor el contexto de la misteriosa relación entre ambos (el cronista indígena y el religioso), pues han dado con un curioso ejemplar que, sometido a análisis y pruebas, expone las preguntas en torno al grado de colaboración entre Guaman Poma y Murúa que la ficción histórica aborda, sin proponerse dar respuestas definitivas, sino aprovechar dichas cuestiones para indagar en torno a los personajes, sus proyectos, sus deseos, sus limitaciones e inclusive sus fracasos.

En las páginas que recrean los viajes y el aprendizaje de Guaman Poma se encuentra, de hecho, lo mejor de Muchas veces dudé. La representación de Murúa no se queda atrás. Se trata de un fraile codicioso, aunque no por ello menos apasionado o mediocre que el indígena que lo reconocerá como su maestro, pues es quien lo guía en sus primeros pasos con el dibujo y hasta es su estilo el que Guaman Poma intenta emular. En realidad, no lo logra, dadas sus limitaciones con el manejo del castellano, y sus préstamos de Murúa, cuando este los descubre, generan el gran tema de Muchas veces dudé: quién le debe más a quién, qué es más relevante, el dibujo, el impacto de la imagen, o las bellas palabras que atrapa la escritura, ya que ambos han tomado cosas del otro, y ambicionan lo mismo (la publicación de su obra). Guaman Poma y Murúa entienden que su vida está atada a su proyecto personal, que sus manuscritos sobre las Indias se proponen ser los más precisos y mejor informados, en servicio de la Corona, de la que ambos se consideran fieles vasallos. Nieto Degregori nos brinda una imagen de un Guaman Poma quijotesco, infatigable en sus esfuerzos de tocar puertas y llamar la atención sobre su libro, que no es una corónica al uso, sino algo híbrido, reflejo de una cosmovisión andina que no encaja en los moldes historiográficos europeos, que ignora, no entiende o le parecen innecesarios. ¿A qué registrar cada nombre o el más mínimo detalle en la narración de un acontecimiento o batalla? En Guaman Poma resulta más relevante, diríase, el arquetipo que el personaje pedestre, en la senda del pensamiento mítico, según lo recogen sus dibujos.

Como en Señores destos reynos, esta novela incluye un apéndice, imprescindible para conocer no solo las fuentes que emplea Nieto Degregori, sino su propia poética de la ficción histórica y, específicamente, su acercamiento a la figura de Guaman Poma: una mirada crítica, apunta, que aspira a transcender la perspectiva indigenista en torno a él, la cual ha generado interpretaciones que “se acercan más a la hagiografía que al análisis histórico” (Muchas veces dudé, p. 191). La novela de Nieto Degregori no pretende analizar históricamente a Guaman Poma, pero sí ofrecer una reflexión sobre el personaje que tenga un sustento en evidencia, a partir de la cual puede desplegarse la imaginación que diseña al personaje con sus muchas aristas, algunas de ellas poco halagüeñas, como su condición de impostor, que, a través de las fascinantes páginas de Muchas veces dudé, se comprende mucho mejor y hasta se aprecia como una de esas tretas del débil que plasma el novelista con maestría.

“Luz de escombros” de Lena Retamoso Urbano

Este libro reúne poemas compuestos por Lena Retamoso en los últimos quince años. Tras Milagros de ausencia (2002) y Blanco es el sueño de la noche (2008) esta Luz de escombros representa el regreso de una voz poética madura que ha perseverado en una estética identificable desde sus primeros versos. Para empezar, la vocación onírica, que es lección del surrealismo como estilo, de la mano de un conjunto de imágenes que ponen de manifiesto la experiencia de un sujeto urbanita que admira la naturaleza como aquel paseante solitario de Rousseau (árboles, aves, ciervos, senderos que no llevan a ninguna parte, parques y otros espacios públicos son figuras recurrentes en los versos) y que igualmente se ensimisma en habitaciones o espacios interiores desde los cuales observa, a través de ventanas o balcones.

El título Luz de escombros parece obedecer a la propuesta de todo el libro, que se expone desde los epígrafes (que lo mismo dialogan con versos de Milagros de ausencia y de John Donne): de lo vivido, circunstancia efímera que se descompone, resplandece la emoción que queda atrapada en el lenguaje como forma de perpetuarla. Nos hallamos ante la paradoja de la lírica como género literario: la tensión irresuelta entre la voz, cual epifanía única e irrepetible y el esfuerzo de capturarla en la escritura; fijar en palabras, en lenguaje figurado, lo que se desliza como agua entre los dedos. O, en otra paradoja, el desmoronamiento, la oscuridad, que erige la luz y el poema.

No es gratuito que haya mencionado el agua, pues se trata de una imagen recurrente y poderosa en la poesía de Luz de escombros: el agua también guarda significado bifaz, pues lo mismo expresa vitalidad, goce y sueño, como aquel río que los muertos han de cruzar. La muerte es otro de los temas constantes en estos poemas, en la medida en que implica la ausencia, el fin de lo vivido y por ende el dinosaurio que sigue allí, como los escombros de los que sale la luz. El yo poético no teme a la muerte, la reconoce y admira su poder. De allí que “ataúd” sea otra de las palabras que se añade a la utilería de esos textos, junto al léxico de los paseos, el agua y los sueños.

De entre los varios recursos del lenguaje presentes en el texto, destaco el empleo de los imperativos. Como si de un bíblico Fiat lux se tratase, los verbos en imperativo en algunos poemas operan como ese impulso creador y movilizador de los elementos para que el mundo se altere y el poema se llene de vida. Es lo que ocurre en “Quiébrate música”, un poema en el que esta orden se impone a la naturaleza toda, invocando el movimiento de humanos, sentimientos, animales y otros tantos objetos, como en un sueño. O en “Cae”, donde el imperativo sirve para expresar el ímpetu del deseo y el goce como experiencia trascendente. Porque Luz de escombros apela a nuestros sentidos mediante aquella literariedad absurda para recordarnos que, dado que todo es susceptible de derrumbarse, hay que aplicar el carpe diem, como en el conmovedor poema “Un hombre pasaba y repasaba…”, que cifra bien la encrucijada de lírica: el sujeto que escribe (en el afán de fijar, registrar, perennizar) y que a la vez “a sí mismo se decía”… y lo que sigue (el poema) no es lo que está escribiendo exactamente (que nunca conoceremos), sino lo que piensa o habla consigo mismo, imposible de fijarse con la misma contundencia (aunque nosotros lectores lo recibamos tal como lo plasma, recogiendo la voz interior, el yo de Luz de escombros). 

Estos poemas son viñetas o estampas de vivencias, de formas sutiles de un mirar ensoñado, que son conscientes de su frugalidad, como lo expone otro de los poemas notables del libro: “El camino del viento”, una serie de definiciones que se acumulan para volver a esa tensión permanente entre voz y escritura, poesía y vida, que lo mismo invita a callar que a escuchar la música que nadie escucha sino oyendo con los ojos. Luz de escombros es, entonces, un acontecimiento, el regreso de una voz poética, diligente y prolija, que hace del lenguaje otro logos, en un guiño creacionista que revela lecturas de juventud cuya luz nunca se apaga. Quizás por ello, entre las definiciones de “El camino del viento”, este “es la pluma de ese pájaro escrito por los dedos febriles de Huidobro”. Este libro guarda este tipo de deleites en sus destellos luminosos de lecturas, visiones, sueños y recuerdos. Valió la pena esperar tres lustros para reencontrar esta poesía reunida en un solo volumen. 

“Vision Quest” (1985), una historia de aprendizaje

Junto a Gotcha (que merecería otra entrada), Vision Quest es la primera película de Linda Fiorentino. Estrenada en 1985, anuncia rasgos de su caracterización como personaje femenino, tanto en actitudes como en aspecto físico. Basada en una novela de Terry Davis, la trama de Vision Quest asemeja la de una novela de aprendizaje. El título se refiere a un ritual de los indígenas americanos, un viaje interior o de autoconocimiento, que en la película es la metáfora que apunta al tema principal: la búsqueda de uno mismo, como su mejor versión, que en el caso del protagonista es ser el mejor atleta en un peso distinto al suyo. 

Louden (Matthew Modine) es un muchacho de dieciocho años, que ya lo tiene todo, aparentemente: es uno de los más destacados miembros del equipo de lucha (efectiva imagen de la afirmación de la masculinidad) de su escuela, pero se le ha metido en la cabeza cambiar de categoría (exigiéndose para ello bajar de peso radicalmente) para poder enfrentar al mejor luchador del estado, Shute. Aquel rival, en verdad, representa todas sus inseguridades, sus temores y hasta podría decirse la inmadurez que lo consume. Porque es un jovencito lleno de inquietudes y deseos de comerse el mundo. Y no le faltan destrezas: es joven, guapo, atlético, trabajador y no es mal estudiante. Este año, se dice a sí mismo, quiere ser un héroe, para ello tiene el objetivo y su disciplina. Solo le falta la prueba, el desafío de fuego, que va a templar su espíritu para alcanzar sus sueños. Dicho desafío está encarnado en Carla, un poco mayor que él (veintiún años), una chica que viene de Trenton, New Jersey (del otro lado del país) y se ha quedado varada en medio de su viaje hacia San Francisco, California, cruzando el estado de Washington. 

Sí, tal como en The Last Seduction, el personaje de Linda Fiorentino viene a alterar la rutina cansina y provinciana de un hombre joven impetuoso. Como Bridget, Carla es independiente, aunque toda lo que aquella tenía de codicia, esta lo tiene de vocación artística, que es otro tipo de riqueza anhelada: el dinero o el arte, en estos personajes femeninos, suponen la sofisticación, algún tipo de ascenso social o prestigio, que los hace más atractivos de lo que ya son. Sin ser una femme fatal (le falta edad y elegancia para serlo), Carla es una chica dura o fuerte, que armoniza su belleza aún juvenil con un atuendo que la masculiniza. Esquiva, irónica, es una artista que viaja sola y libre, con ropa que refleja su actitud: lleva blusas como camisas, chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas. Solo la veremos con una falda corta (vaquera, naturalmente, rasgo juvenil), en la escena en la que va a buscar a Louden al entrenamiento y da una muestra, sutil y bien medida, de un incipiente interés romántico hacia él. El otro personaje femenino es una compañera de Louden ( una adolescente Daphne Zuniga), que no puede ofrecerle esa experiencia y el aprendizaje que él requiere.

Porque se preocupa por su salud, que Louden está empezando a poner en riesgo. La dieta y el entrenamiento para alcanzar aquel peso idóneo para enfrentar a su rival, lo debilitan y hacen que tenga fragilidad capilar en la nariz. Louden sangra hasta el enfrentamiento final, lo cual significa su transformación física. Su cuerpo sangra porque no puede contenerse, se derrama de vitalidad y ganas de vivir. Necesita control y madurez. El entrenamiento y la dieta van de la mano de su relación con Carla, quien lo entrenará, digamos, espiritualmente, emocionalmente: para ser un adulto, Louden debe domar sus caballos y ella le enseñará cómo. En su primer acercamiento físico, Louden fracasa, porque se acelera, se deja llevar por la pasión y ella acaba por golpearlo (los roles se invierten: ella, mujer, pelea con el luchador y lo somete) y dejarle en claro que así no se pueden hacer las cosas. Carla le impondrá su propio ritmo a la relación, que llevará a que Louden pierda la virginidad con ella (un rito de paso), como parte de su camino hacia ese encuentro con el destino. Y vencerá a Shute (y todo lo que representaba para Louden), claro, y logrará ser aquel héroe que quería llegar a ser, gracias a la disciplina, el rigor y el control de los afectos, la transformación de su deseo en amor. El fin de la infancia se alcanza junto a Carla, la experiencia que marca sus dieciocho años, aquella muchacha, más sabia y discreta que él, que le enseñó lo que él podía llegar a ser, sin negarse a sí mismo. Louden ya era aquel atleta estupendo, solo que aún no lo había revelado. El amor que descubre frente a Carla, quizás su primer gran amor, le da esa lección de vida, con Crazy for You de Madonna de fondo.

“Duque” de José Diez Canseco

En la década de 1930, Luis Alberto Sánchez se hallaba en Santiago de Chile, como parte del exilio aprista que se desató tras la gran persecución, trabajando en la vigorosa por entonces editorial Ercilla, la misma donde salió El antiimperialismo y el Apra de Víctor Raúl Haya de la Torre o los Nuevos cuentos andinos de López Albújar. Entre sus labores en Ercilla tuvo a bien gestionar la publicación en 1934 de una novela que iba a desatar un pequeño escándalo: Duque de José Diez Canseco. Se trató de un escándalo porque la novela se prestaba ser leída como una roman à clef y fue pequeño porque salvo el enfado de su autor, quien alegó que se había publicado sin su autorización, la sangre no llegó al río. El marasmo habitual de la sociedad limeña, donde todo se humedece (como decía el añejo personaje de una novela de Bryce Echenique), sepultó Duque y solo se recuperó para las prensas más de tres décadas después, tras el éxito de Un mundo para Julius, novela parangonable, hasta cierto punto, con la mirada satírica de Duque, aunque sin influencia posible (el mismo Bryce admitía sin empacho no haberla leído). Tengo entendido que recientemente Duque goza de una tercera juventud, casi cincuenta después de su rejuvenecimiento de la mano de la novela de Bryce. 

Y es que su lectura no deja de ser entretenida. Duque cuenta el regreso de Teddy Crownshield, un jovencito criado entre los salones de Londres y París, a una Lima en la que es un señor que se junta con otros señores a derrochar su dinero y su tiempo en todos los placeres propios de un niño rico: la narración es ágil y parte de su estética desarrolla la enumeración como medio expresivo del consumismo y el exceso. Teddy y sus compañeros de juerga van de almuerzos y cenas en casas de buena familia a boîtes como el legendario Palais Concert, prostíbulos, fumaderos de opio, corridas de toros, refinadas sesiones de té, aperitivos en el Country Club y partidos de polo. Aunque hay un hilo dramático (los amores de Teddy con Beatriz, la donna angelicata no exenta de malicia, Bati para los amigos), la novela tiene páginas de aventura que configuran episodios de humor mordaz dignos del Satiricón. Bien pronto se descubre un oprobioso triángulo amoroso entre Teddy, Beatriz y el padre de esta, el viejo Astorga, que acabará por seducir al joven. Astorga es uno más dentro de una galería de personajes ricos, corruptos e hipócritas, encabezados por el famoso don Pedro, Rigoletto, el bufón de todos, cocainómano y homosexual, a quien le debemos la rotunda y amarga frase que cierra, magistralmente, la narración. En Duque nadie se salva. Hasta el gran amigo de Teddy, Carlos Suárez, aunque se muestra centrado y autosuficiente, no tiene problema en seducir a Carmen, la aún joven y atractiva madre del protagonista, y sacar provecho de toda la situación, manteniendo su buena imagen frente a Teddy hasta el final. Carlos probablemente es el dandy de verdad en un escenario lleno de pretensiosos y donde Teddy fracasa por ser un aspirante a dandy, todavía inmaduro y estúpido. 

En la edición que poseo, la de la segunda juventud de la novela, se encuentra un prólogo muy influyente en la recepción de las últimas décadas, en la que Tomás Escajadillo la caracterizaba como novela antiburguesa, muy en la tendencia crítico-ideológica de la época (la política cultural de la dictadura de Velasco). En realidad, es lo más burguesa que puede haber: es satírica, amarga y burlona con la misma clase social a la que se dirige, he allí su aire de roman à clef, con la certeza de que había quienes podían verse identificados. Duque está escrita como un juguete para provocar el morbo de sus lectores, que debían escandalizarse (o sea, entretenerse) con lugares familiares y personajes que podían recordar conductas y vicios bien conocidos. Acabo de descubrir que la novela goza ahora de su tercera juventud y, tal como en los tiempos de Velasco, vuelve a ser encasillada en alguna lectura más o menos al gusto de los editores de turno: una nueva edición de Duque la presenta como novela gay, probablemente para estimular la lectura entre quienes pueden hallar en esa etiqueta un reclamo de relevancia o de must-see, como dicen en inglés. Tan válido como este rótulo sería el hecho de que es una de las primeras obras (si no lo primera novela) que presenta a un personaje animal en la literatura peruana. El perro Duque, un galgo, es el que da nombre a la novela y, en su porte y diseño genético, representa la figura de caballero para Teddy, en la cual no logrará encajar. De allí que al final, el abandono del perro en Lima también signifique el fin de los proyectos de masculinidad de Teddy (el matrimonio con Beatriz, entre la exquisitez de los salones y la decadencia de los antros). 

Si bien hay rasgos comunes entre la novela de Diez Canseco y la de Bryce Echenique, hay una línea recta que va de Duque (1934) a No se lo digas a nadie de Jaime Bayly (1993). Se observa la misma recreación de una clase social privilegiada, en la que triunfan de la mano la hipocresía y el vicio. Y quienes escriben (Diez Canseco y Bayly) lo hacen más por entretenimiento (por zaherir, morder y burlarse) que por verdadera denuncia, pues no son ajenos a esos espacios, tan familiares y propios para ellos. La lección del desenlace de Duque es clara: Dios perdona el pecado, pero no el escándalo. Lo mismo ocurrirá casi sesenta años después en la novela de Bayly. En ese aspecto, Duque mantiene su vigencia, como narración de aventuras de una clase social que hace del exceso su forma de vida porque su mayor problema es no saber cómo gastar el dinero.

“The Last Seduction” (1994) de John Dahl

The Last Seduction cumple treinta años en 2024. Se dice que hubiera sido candidata a los premios Óscar de no ser por un impedimento que ahora ya no existe: se estrenó en televisión antes que en la pantalla grande. En realidad, su distribución fue mayormente por VHS, formato favorito por entonces para conocer novedades fuera del mainstream, y llegó a convertirse en película de culto entre los entendidos del cine noir, como Dark City en lo que a distopía respecta (aunque esta última fue opacada por Matrix, qué lástima). 

The Last Seduction es una película notable. Su guion no deja cabo suelto, como buena trama policial, y sus actores están a la altura: Linda Fiorentino es una formidable femme fatale neoyorkina, ambiciosa, manipuladora y sensual; Bill Pullman es su marido, inescrupuloso, algo torpe y hasta con puntas de comicidad en su miseria personal; Peter Berg es un convincente chico provinciano, fascinado por ella, víctima de su hechizo y con un secreto que lo hace vulnerable. Además, la banda sonora es efectiva, con piezas de jazz para manifestar el ritmo de la gran ciudad, la mente calculadora y movimientos de la protagonista Bridget (o Wendy Kroy, su alias), en tanto otros temas de country se destinan a la ingenuidad y lentitud de aquel pueblo perdido, una cowtown, en algún lugar en la periferia de Buffalo, donde ocurre la mayor parte de las acciones de la película.

La trama se desata y mantiene el interés hasta el final, cuando todas las piezas encajan y se admira la mente fría de la titiretera Bridget, quien logró burlar a todos y salirse con la suya. Todo empieza con su marido, Clay, haciendo una venta de droga para pagar sus deudas, así como para financiar su residencia como médico, como para ganar una fortuna más adelante con la profesión. No le queda otra, pues está casado con una mujer que adora el dinero (como que lo huele, arrobada, y hasta lo lame) y tiene grandes planes, aunque estos no lo incluyan a él. Con la excusa perfecta, Bridget lo abandona con la meta de llegar a Chicago (la única ciudad equiparable a su querida Nueva York, ciudad de oportunidades y sueños de una vida cómoda), pero, en medio del viaje por Upstate (adonde sueles llegar escapando de la ciudad, me consta), tiene que parar a repostar en un pueblo llamado Beston, en el condado de Erie, poco antes de la frontera con Ohio. Le quedan todavía más de diez horas de conducción para Illinois y varios estados que cruzar. Las circunstancias, el consejo de su abogado y las posibilidades de zanjar los problemas con su esposo (al que ya están hostigando por sus deudas), según se van desarrollando los acontecimientos, la lleva a quedarse allí una temporada. En el remoto Beston conoce a Mike, un chico de pueblo que soñó con escapar a la gran ciudad, Buffalo, en su caso, pero ha regresado por extrañas razones que ha nadie quedan claras (hasta el final, gracias a la pericia de Bridget, quien usará el dato para su provecho). 

¿Cuál es el poder de Bridget? Es inteligente, urde planes, se adelanta a los movimientos ajenos y combina esta agilidad mental con su belleza e independencia (económica, personal y sexual). En toda la película la vemos siempre con look ejecutivo, blusa blanca, falda negra, abrigo largo, medias y tacones, con el cabello oscuro, suelto y peinado, fumando, dispuesta a beber un manhattan y a hablar sobre cómo sacar adelante un negocio ventajoso. En la intimidad no es muy diferente: lleva siempre las riendas, manipula a los hombres con el sexo, a sabiendas de su atractivo, y puede fingir que te quiere para algo más, solo porque le conviene. The Last Seduction debe ser una de las últimas películas en las que el male gaze, como en las viejas películas del Hollywood clásico, se vuelve recurso narrativo y no solo lucimiento del físico de la actriz. Al final, Bridget se sale con la suya, dio el golpe perfecto, la vemos subirse a una limosina, vestida de verde para la ocasión (ahora es una dama y su ropa resalta sus ojos del mismo color) y quemar con su mechero (con el que tantos cigarrillos ha encendido) la única evidencia que podría incriminarla. En esa flama podemos entender que se concentra la gran ambición, el deseo, su belleza incandescente y lo efímero de los sueños de los hombres que pensaron poseerla.

“Paisajes peruanos” de José de la Riva-Agüero

Cuando yo era estudiante de Humanidades, hace más de dos décadas, en los albores de este siglo, se hablaba con entusiasmo de la nueva izquierda y como parte de ello había quien decía, en la mesa de una cafetería de presumidos seudointelectuales (tal como éramos por entonces): hay que releer a Mariátegui. Ahora, en estos tiempos en los que se habla de el peligro de la derecha, habría que reformularlo y decir: Hay que releer a Riva-Agüero. Básicamente porque, tal como ocurrió cuando alguien intentó volver a leer a Mariátegui veinte años atrás, se descubrirá que o no se ha leído realmente a Riva Agüero o no se le ha entendido. He allí la pertinencia de esta completa edición de Paisajes peruanos, la cual llena un vacío que nos invita a leer al intelectual, literato y viajero a nueva luz y, seguramente, cuestionar algunas asunciones.

En primer lugar, conviene destacar la apasionada presentación del volumen, en la cual se expone la larga historia de la relación entre el editor, Jorge Wiesse, y la figura de José de la Riva-Agüero, a través de la casona donde se halla el instituto homónimo, los maestros de la juventud y la labor de décadas reflexionando y recopilando hallazgos en torno al autor y el texto de Paisajes peruanos. Escrita con prosa burilada (la cual caracteriza todo el estudio preliminar, pero aquí, por ser menos analítica, se destaca), la presentación es también un tributo de gratitud al alma mater a través de la comunidad de personas que la ha mantenido viva y nutricia. El editor podría hacer suyos aquellos versos del romancero que empleaba Cervantes al final de su novela: porque esta empresa, buen rey, / para mí estaba guardada.

El estudio introductorio ofrece todos los materiales para ingresar al universo de Riva-Agüero, como intelectual, viajero y escritor, así como a la génesis y composición de Paisajes peruanos. Entre los varios méritos de dicho estudio, conviene destacar el minucioso análisis del texto como ejemplo de relato de viajes, deteniéndose en sus recursos compositivos, tanto alrededor de tipos discursivos practicados (el ensayo, la descripción, la narración, etc.), como de las figuras retóricas y el ritmo mismo de la prosa, auscultando, digamos, la textura del libro como artefacto lingüístico. Este pormenorizado análisis es el que puede también darle al lector las coordenadas adecuadas para examinar el significado de Paisajes peruanos, desde su poética y las miras ideológicas de su autor. El estudio revela que, en ese aspecto, materia y forma son indesligables, y que muchas interpretaciones llamativas o de plano retorcidas (con las que el editor dialoga con encomiable cortesía) provienen de esa ignorancia.

Así, gracias a la generosa introducción de Jorge Wiesse, se entiende que Paisajes peruanos es un texto complejo o polifónico, con el cual su autor canalizó múltiples intereses: la historia del Perú, la experiencia del viaje, el encuentro con el otro, el ejercicio literario (su prosa abraza una estética modernista aún deleitosa) y, más importante inclusive, su reflexión sobre el país a través de la observación del espacio (a pique de volverse circunstancia orteguiana como anota Wiesse). Junto a una prosa agradable y notas de viajero curioso, Paisajes peruanos posee momentos de dura crítica al marasmo y la pobreza que el autor encuentra a su paso. Como los miembros de la Generación del 98, esta realidad lo lleva a los juicios más severos en torno a la clase dirigente (su propia clase, en verdad, a propósito de la evocación de la batalla de Ayacucho en 1824 y la fallida Constitución de Huancayo de 1839), su inacción y el desamparo en el que han quedado estos pueblos andinos y sus gentes, los indígenas, cuya situación no deja de denunciar. Queda claro que para Riva-Agüero, hacia el primer centenario de la independencia, hay un proyecto o promesa incumplida: un país con un legado histórico y cultural riquísimo, que perdió el rumbo de ser líder en la región (por su pasado de centro del poder colonial), por incompetencia de sus aristócratas (en el sentido griego del término) que no acaban de entender que se trata de un país mestizo, en el que lo indígena ha de ser redimido y valorado. Este proyecto de un sujeto peruano que encarne el mestizaje armonioso (es el ribete que se suele identificar con la postura “hispanista” de Riva-Agüero) no significa una visión acrítica del pasado o la temida aculturación que apuntaba Arguedas, sino un proceso que, inclusive, habría de darle primacía a lo indígena cuando hubiera alcanzado su justo reconocimiento y redención. Para el autor de Paisajes peruanos, es indiscutible que el verdadero Perú está en la Sierra y que la Confederación Perú-Boliviana, con Santa Cruz a la cabeza (tan odiado por Pardo Aliaga y la famosa argolla), fue una ocasión perdida. De esa forma, la voz que se extrae de Paisajes peruanos en torno al indígena y su condición no es muy diferente, en su severidad, a la de los indigenistas clásicos, con quienes identificamos más estos reclamos. Como recuerda Wiesse, el Riva-Agüero que ha pasado a la memoria colectiva de la tradición crítica (o a nuestro particular diccionario de lugares comunes) es aquel conservador ministro del general Benavides con simpatías fascistas, el cual ha ensombrecido a esta voz, más bien liberal y reformista, de Paisajes peruanos.

Otra de las complejidades del libro es su propia historia editorial. Estas notas del viaje efectuado en 1912 se reúnen en un primer momento entre 1916 y 1917, y fueron publicándose, fragmentariamente, a lo largo de los años, en tanto algunas secciones o pasajes debieron emplearse para formar parte de otros textos que en paralelo Riva-Agüero fue sacando. A su regreso al Perú, tras la caída de Leguía, el autor se da a la tarea de revisar sus papeles y elaborar una versión orgánica que no llegará a publicar en vida. En su “Advertencia preliminar”, firmada en Chorrillos en 1931, Riva-Agüero señala la dificultad que encontraba al enfrentar su texto y quizás también su ansiedad con vistas a una publicación: Mi gusto literario actual halla algunos de estos paisajes en exceso estrepitosos y declamatorios; pero fueron impresiones directas y sinceras, y sirven cuando menos para probar que mi generación no ignoró, y antes bien sintió y apreció con bastante justedad, la antítesis física y psíquica de las regiones serrana y costeña, tan explotada y exagerada por los escritores de hoy.

En otras palabras, el autor es consciente de que el estilo del libro pertenece a otra época (es modernista, teme sonar anticuado; a su vez que el tono declamatorio obedecería a una vocación política, lejana ahora, que formaba parte del impulso del viaje y sus observaciones). Pese a ello, justifica volver a esta obra de juventud para cuestionar eso que ahora llamaríamos el relato, a saber: que las preocupaciones de la agenda indigenista ya existían y habían sido abordadas antes con similar ímpetu. El libro, entonces, había sido pionero en explorar ese tema, aunque ahora no lo pareciera pues todo autor engagé escribía de eso. De hecho, lo de tan explotada y exagerada por los escritores de hoy recuerda a las reservas que el indigenismo pictórico le generaba a César Moro, por repetir clichés (véase su ensayo A propósito de la pintura en el Perú).

Por todas estas razones, hay que releer a Riva-Agüero, empezando con estos Paisajes peruanos remozados, pues el texto que se edita es nuevo, proveniente de uno de los testimonios del manuscrito chorrillano y no el texto fijado por Porras Barrenechea, el cual han seguido todas las ediciones posteriores (y por ende es, prácticamente, el que todos habíamos leído hasta ahora). A esa novedad, hay que añadir que son Paisajes primorosamente editados, con puntuación interpretativa, notas que amplifican las del propio Riva-Agüero o que ilustran determinada voz o dan detalles de la flora o del objeto descrito. De la mano de su esmerado editor, leamos a este Riva-Agüero en serio, es decir, de verdad, sin sospechas innecesarias, y con el debido contexto que nos ayude a entenderlo. Quizás de esa forma aproximamos posiciones, lo apreciamos en su justa medida y resulta que el monstruo conservador no era ni tan monstruoso ni tan conservador como proclamaron los que no lo habían leído o, peor, lo habían leído solo para confirmar sus propios prejuicios: lo primero es ignorancia y se puede tolerar, pero lo segundo es mala intención e ingratitud para con el autor.

Nota bene: esta bitácora regresará el 15 de enero.