“Los nombres propios” de Hugo Fontana

La última novela de Hugo Fontana, Los nombres propios. Emir Rodríguez Monegal, confirma la vitalidad y la innovación en el extenso legado de la novela policial en el Río de la Plata. Dicha tradición de experimentación con la novela negra (que se remonta a Jorge Luis Borges, Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti) alimenta varios libros de la extensa producción de Fontana. Como el autor de La vida breve, Fontana ha consolidado un espacio imaginario autónomo (Lavanda, préstamo igualmente onettiano) con personajes que van y vienen entre una historia y otra, estableciendo un marco temporal extenso, con el periodista Lamas como eje, cual cronista o testigo de la comedia humana rioplatense, acompañado de la figura del investigador que se aburre, quien en Los nombres propios es Núñez. Estas son algunas impresiones iniciales e ideas al calor de una lectura reciente.

Así como ocurría en Para una tumba sin nombre La muerte y la niña, el misterio del crimen se convierte en Los nombres propios, a la larga, en una excusa para desatar una trama de infidencias, embustes y, sobre todo, la imaginación de una pareja de personajes ficcionales (Lamas y Nuñez) que son autoconscientes y hacen guiños al lector (como solían hacerlo Díaz Grey y el comisario Medina). Las dos historias que se yuxtaponen en Los nombres propios son, respectivamente, el asesinato con un martillo de un profesor universitario de provincias (Esteban Austin, enfermo de literatosis, tanto como su supuesto asesino) y la posterior investigación (ociosa y sin ganas) que no concluye gran cosa, la cual es observada y desmenuzada por Lamas y Núñez; y la reconstrucción (a partir de los materiales recopilados por Austin) de la vida y obra de Emir Rodríguez Monegal (1921-1985), crítico literario y cultural de la renombrada Generación del 45 (a la que él mismo bautizó), el cual habría sido víctima de una especie de cancelación cultural secreta en el entorno intelectual uruguayo, a causa de las viejas rencillas que se remontan a los tiempos de la Revolución Cubana y los mandarines del Boom latinoamericano (siendo él mismo uno de los tales).

Así, la novela nos ubica en un momento clave de la historia de la literatura latinoamericana: la de su plena madurez y su descubrimiento como fenómeno global (con Emir como embajador suyo en Francia y luego en Estados Unidos), de la mano de la promesa de cambio social que trajo la gesta de Castro y el Che Guevara para la intelectualidad de su época. Los nombres propios no se conforma con ser un canto de cisne, naturalmente, y si guarda algo de nostalgia (¿quién no la tendría frente a esos autores y libros que son nuestros primeros clásicos latinoamericanos?), esta no se encuentra exenta de crítica: la agitación de la Revolución Cubana y sus ideales inspiraron un control ideológico que puso a prueba a varios de sus seguidores en la trinchera cultural. Bajo el terrible lema de “Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”, se observa cómo, en la urgencia de la crítica engagée, las personas más admirables pueden tener detalles mezquinos, al calor de los sueños y, por qué no, el prestigio de los premios y las capillitas intelectuales de ayer y aún hoy. Es el apasionamiento que lleva a Ángel Rama a llamar “gusano” a Monegal, por no plegarse a revolución sin cuestionamientos; a Cortázar a pedirle permiso a Fernández Retamar para publicar en una revista no alineada (Mundo Nuevo, la revista de Emir); a un puñado de soñadores ideologizados a censurar públicamente a Neruda por recibir un homenaje en el Perú gobernado por un presidente de centroderecha; o a que varios soslayen la infame carta de Padilla. 

Estos episodios, vistos a la distancia, son testimonio de otra vida, de otro tiempo, el de ese Mundo Nuevo que Monegal y sus coetáneos pensaban estar forjando con su trabajo. De la mano de evocaciones, fragmentos, imágenes y reflexiones, la figura de Emir sobresale como la de un sujeto no menos apasionado que sus compañeros, pero que compartía algo del dandismo escéptico que lo emparentaba con los antihéroes onettianos (a los que estudió con tanto ahínco) y hasta lo hacía empatizar con el lado bohemio de Neruda (que era un honorable comunista de salón, como lo llamaba Sábato). Con sus tres esposas y amoríos de toda laya, Monegal se hizo fama de libertino (para horror de los que soñaban con el hombre nuevo), aunque, pensándolo bien, todo lo que sabemos de él provoca muchas más preguntas que certezas. 

Digo esto último porque Los nombres propios remite, en última instancia, a la pregunta por la identidad individual, la cual pasa por la búsqueda de la figura del padre (en Monegal, en Borges, pero también en la figura detrás de la trama, en la mano que mueve la pieza en el juego del ajedrez, la pregunta por Dios, al fin y al cabo) y aquel intersticio entre la realidad y la ficción o lo que vivimos y soñamos, lo imaginario, por último. En esa medida, la crítica literaria resulta una rama de la literatura o un subgénero de ella misma: decía Emir que escribiendo sobre libros y autores estaba escribiendo su propia biografía, trazando su propia línea vital, alrededor de sus intereses, obsesiones y miedos. No deja de ser cierto aún ahora para cualquier aspirante a crítico literario (y ni qué decir para los mandarines). Emir analizaba a Borges, Neruda, Onetti, Rodó o Bello a la caza de las certezas sobre sí mismo que de otra forma no hubiera podido indagar. No por nada la novela acaba con tres evocaciones de Joaquín Rodríguez Nebot (hijo de Emir), la última de las cuales recuerda la fascinación de su padre por Blade Runner, una de las últimas películas que quizás alcanzó a ver en su vida: precisamente una historia de vidas soñadas (otra vez Borges), que plantea la misma pregunta obsesiva por el padre y por lo que nos hace humanos y reales (nuestro origen, nuestro miedo a la muerte). La muerte de Emir, con su matrimonio in extremis, rodeado de ejemplares de Marcha (parte de su legado para el archivo) y su vasta biblioteca (como Borges soñaba vivir), recuerda igualmente la imagen de las lágrimas en la lluvia de aquella película: todos los debates, todos los viajes, todos los amores se difuminan, se mezclan con los hechos de otros, sus rivales, sus aliados y hasta sus contemporáneos indiferentes.

Junto a la pregunta sobre la identidad de Emir (la del crítico literario como figura o personaje, en todo caso), Los nombres propios también explora, con los empeños del finado Esteban Austin, aquel ya vetusto archivo (González Echevarría dixit) del Boom, que ahora es un cementerio de elefantes. He allí el sentido, creo, del apellido del investigador: Austin, en Tejas, es una ciudad íntimamente relacionada con la historia de la literatura latinoamericana (particularmente con Borges, otro de los autores fetiche de Emir), a través de su señera universidad (he allí la biblioteca, el archivo, la pregunta cuya respuesta podría estar en algún anaquel perdido). Identidad colectiva entonces (tal era la pregunta de obsesionaba a Rama, rival de Emir, recordémoslo) e identidad individual se discuten en ambas líneas narrativas, sabiamente conducidas por un narrador omnisciente e irónico que mantiene una estructura asimismo bimembre en cada capítulo. Por esta esmerada composición, por su buena prosa y sus personajes inolvidables, Los nombres propios es una novela sobresaliente, a la altura de las que nos tiene acostumbrados Hugo Fontana: un texto sobre las preguntas clave de la literatura y su relación con la vida, el homenaje a un crítico eminente y a través de él a todo el panorama cultural rioplatense que forjó la literatura latinoamericana contemporánea.

“El príncipe del azafrán” de Hugo Fontana

img-Y15192903-0001.jpgEl príncipe del azafrán es una novela que publicó Hugo Fontana en 2005. Su estructura es la de una novela epistolar: el libro se compone de diez cartas que escribe el protagonista, Obdulio Ariel, a su vecino. Carta a carta, el lector se introduce en lo que podemos llamar el extraño mundo de Obdulio Ariel, un espacio en el que no hay fronteras entre la razón y el fantasía, la realidad cotidiana y la historia nacional.

La voz de Obdulio Ariel es la voz del loco, del adulto que se quedó con la mentalidad del niño. Como tal, su discurso a la vez que cuestiona la realidad, la amplía, en un ejercicio de rarificación que recuerda al que ciertos personajes de Felisberto Hernández practican sobre el mundo que les rodea. La representación de una realidad, tan mustia como puede serla la de un pueblo donde nunca pasa nada (digamos Toledo, Canelones), se vuelve terreno fértil para la ridiculización de instituciones y mitos nacionales. En el nombre mismo del protagonista se encuentran dos hitos de la identidad uruguaya: “Obdulio” remite a uno de los héroes del campeonato mundial de 1950 y “Ariel” se refiere a la obra homónima de José Enrique Rodó, una de las cumbres del modernismo rioplatense e hispanoamericano. Bajo el patronazgo de ambas figuras, el hombre de acción y el letrado, el despliegue físico y el pensamiento crítico, el protagonista se vuelve parodia, símbolo ridículo, de lo que sería la tipología nacional de lo uruguayo.

Así, a través de sus cartas, conoceremos su historia familiar, sus manías, sus convicciones y sus sueños. El modelo epistolar es eficaz para transmitir el caos, las obsesiones y la consecuente circularidad de los pensamientos elementales de Obdulio Ariel. Está marcado por un padre policía, cuya mediocridad provinciana solo se vio alterada cuando tuvo una participación tan breve como esencial en la lucha contra los tupamaros, en 1969; una madre, abnegada a la vez que supersticiosa ama de casa, sumida en la ignorancia; una hermana que ha emigrado y vive el sueño americano para deleite de su familia, que la percibe como una triunfadora; y un hermano, migrante que regresó sin éxito alguno con dos hijos y malvive de vender pizzas y empanadas. El retrato del pueblo se complementa con el vecino, receptor ideal al que las cartas nunca llegan, la señora del quiosco (al que asiste el protagonista religiosamente para jugar una lotería que piensa algún día ganar), los antiguos compañeros de escuela que ahora son hombres hechos y derechos (y siguen mofándose de él) y el “escritor famoso” del pueblo, llamado Hugo Fontana.

Todos los personajes, vistos mediante el prisma de la mente, tan ágil y desatada, de Obdulio Ariel, adquieren un brillo distintivo y la comicidad ilumina aspectos suyos que la sensatez que aspira a la objetividad desatendería. Esa misma mente es la que los mezcla con otros, menos provincianos, que Obdulio pone al mismo nivel y trata con idéntica naturalidad: Fructuoso Rivera, Marilyn Monroe, Juan Carlos Onetti, Julio María Sanguinetti, Raúl Sendic o Enzo Francéscoli. En el extraño mundo de Obdulio Ariel no se distinguen historia, tiempo ni geografía. ¿Qué propone su voz? Acaso revisar la historia cultural contemporánea del Uruguay de la segunda mitad del siglo XX, darles la vuelta a sus lugares comunes (el Maracanazo, la leyenda de los tupamaros, la migración masiva, la dictadura, el impacto de los iconos norteamericanos) y hacer un balance, entre burlas y veras, de lo que dejaron las últimas décadas. Dicho balance, si se atiende a la conclusión del libro, no deja de ser un legado de escepticismo, a causa del fin de la historia y el derrumbe de los mitos. El príncipe del azafrán propone, con inteligencia, el encumbramiento del absurdo, de la mano de un narrador demencial, desmesurado, como Obdulio Ariel. Se trata de una de las novelas más arriesgadas y originales de Hugo Fontana, quien parece haber realizado con ella el ajuste de cuentas de su generación con la historia contemporánea de su país.

“Las mil cuestiones del día. Trece historias de anarquistas” de Hugo Fontana

las mil cuestionesEl año pasado Hugo Fontana publicó el volumen Las mil cuestiones del día. Trece historias de anarquistas. Se trata de una antología de trece figuras del anarquismo, entre América y Europa, que estuvieron activos entre fines del XIX y mediados del XX. El origen de este libro, según lo explica el mismo Fontana, se encuentra en una novela fallida, para la cual acumuló una cantidad ingente de materiales, información y borradores. Derrotado, quiso reciclar todo lo trabajado en la elaboración de una especie de breve enciclopedia del anarquismo mundial, con bibliografía esencial, una útil cronología y otros materiales en el apéndice de cada una de las trece historias compiladas.

La lectura de Las mil cuestiones del día resulta cautivante. Sin duda la distancia de los hechos narrados (de los cuales nos separa casi una centuria), así como el retrato vital de los personajes (con documentos y testimonios diversos incluidos por el autor), llevan a comprenderlos mejor y hasta a simpatizar con su causa. Hay mucho de idealismo en las trayectorias de estos hombres y mujeres que vivieron como revolucionarios profesionales, sin tiempo de descansar o teorizar demasiado en torno a sus actos: cuando no están organizando reuniones y urdiendo planes de acción, están en la cárcel o escapando de ella. El anarquismo corre parejas con el comunismo y en algunos momentos de la historia se produce una colaboración entre ambos movimientos; con la posterior represión comunista una vez alcanzada su victoria.

Porque la historia del anarquismo es una historia de fracaso y quizás eso es lo que atenúa las acciones terroristas que llevó a cabo. A diferencia del comunismo, el anarquismo nunca logró tomar el poder ni ejercer una maquinaria represiva o genocida como la que se montó en la Unión Soviética y sus satélites, o en la China de Mao. Ciertamente, nos diría un anarquista, el objetivo del anarquismo nunca fue controlar el estado: El mejor gobierno es el que no gobierna, señalaba el primer teórico anarquista, William Goldwin (1756-1836). Por eso hay que destruir para crear, diría Mijaíl Bakunin, príncipe ruso que se despoja de toda riqueza para luchar por los oprimidos. Otro anarquista ruso, Piotr Kropotkin (1842-1921), acaba sus días en una Rusia soviética denunciando en qué se ha convertido la dictadura del proletariado en carta a Lenin: es necesario acelerar la transición a condiciones más normales de vida. Nosotros no continuaremos de esta manera por mucho tiempo; vamos hacia una catástrofe sangrienta. El choque entre comunistas y anarquistas se prolonga en otros contextos, como el de España durante la guerra civil. Mientras las grandes decisiones siguen el consejo de Moscú, el anarquista Buenaventura Durruti se siente frustrado cuando se ordena militarizar las brigadas o un mando socialista se niega a entregar armas a los anarquistas.

Quizás por ausencia de aquel hambre de poder, por un lado, y por la consolidación del comunismo tras la segunda guerra mundial, por el otro, el anarquismo acabó siendo una gesta condenada al olvido, a la evocación romántica o a la mera arqueología. Se le identifica con la dinamita y su expresión clásica es la del terrorismo urbano. El anarquista típico es el dinamitero, el que atenta contra el rey o el presidente, amparado en la idea de que el hombre en libertad se puede gobiernan bien él solo. El ejemplo se encontraba en la experiencia de la Comuna de París, entre marzo y mayo de 1871, cuando se plasmó la autogestión, o en la soñada colectivización de la tierra que se lleva a cabo, entre 1936 y 1937, en una España dividida. Esta quizás es la gran lección, pacífica y armoniosa, que logró dejar el anarquismo como ideal político, al margen de persecuciones, robos y bombas. Ese era el sueño de una Louise Michel en Francia, de un Rafael Barrett en el Cono Sur, de Errico Malatesta en la Italia fascista o de una peregrina Emma Goldman (que llega a conocer a Durruti en plena guerra civil española). Las trece vidas que nos relata, con maestría y pasión, Hugo Fontana se entrecruzan, a lo largo de décadas y espacios geográficos muy distantes, y hasta implican a menudo a personajes secundarios que persiguen sus propias causas: he allí a José Martí, corresponsal de La Nación de Buenos Aires, testigo en Chicago de la condena a muerte de los anarquistas acusados, falsamente, de la bomba en medio de la huelga general del 1 de mayo de 1886.

Finalmente, lo conmovedor de su gesta revolucionaria queda en la firme convicción en la voluntad del hombre, al margen de toda ambición por dirigirlo como una masa. Cuando Néstor Majno, líder anarquista ucraniano, se encuentra con Lenin, pensando que la Unión Soviética podrá apoyar a su pequeño país contra la invasión austríaca, este le explica la ingenuidad de su proyecto político: Nosotros conocemos a los anarquistas tanto como los conoce usted mismo. La mayoría de ellos no piensa nada sobre el presente o piensa bien poco, a pesar de la gravedad. Y para un revolucionario es vergonzoso no tomar resoluciones sobre el presente. La mayoría de los anarquistas piensa y escribe sobre el porvenir, sin entender el presente. Esto es lo que nos separa a nosotros, los comunistas, de los anarquistas. Tiempo después de esta reunión, Moscú traicionará a Majno, pondrá precio a su cabeza y el Ejército Rojo acabará con toda esperanza de una Ucrania autónoma. Majno acabará sus días exiliado en Francia, donde morirá de tuberculosis, en 1934. En vísperas de su muerte, Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, anarquistas españoles condenados al fracaso, llegan a entrevistarse con él. Espero que, llegado el momento, ustedes lo hagan mejor que nosotros, les dice el viejo guerrillero. Y esos muchachos cumplieron lo que creían era su deber.

“Tierra firme” de Hugo Fontana y el legado de Onetti

img-927160837-0001En 2009, Hugo Fontana publicó Tierra firme, novela que se desarrolla por cauces inesperados. La obra empieza como una novela de escritor, en la senda de La pérdida del reino de José Bianco, El mal de Montano de Enrique Vila-Matas o La novela luminosa de Mario Levrero. La nieta de un oscuro escritor de provincias, Edmundo Laguarda, llega a un editor –un lector profesional, ya viejo y escéptico- con los originales de una novela inédita que pergeñó su abuelo: Un mundo sin paraíso. La novela alcanza reconocimiento y con ello una fama póstuma para Laguarda. A través de este, enfrentamos el mito literario del escritor arisco, huraño. Su retrato posee algún guiño a la figura de Juan Carlos Onetti. Si nos detenemos en la descripción del único libro, una colección de relatos, publicado discretamente por Laguarda, es inevitable recordar la edición original de El pozo (1939): “Tapa en blanco y negro con falsa reproducción de Picasso, una litografía de segundo orden con la cara de una mujer rota o fea, el pie con el nombre de la imprenta y la fecha, y unas ciento cincuenta páginas amarillentas” (Tierra firme, p. 13). A continuación, el editor tendrá la oportunidad de sumergirse en la historia de Laguarda, cuya nieta le propone revisar los papeles dejados por el escritor en su casa del pueblo.

En este punto, la lectura le depara al editor y a los lectores al menos dos líneas narrativas más: la vida personal del escritor (que incluía un amor fuera del matrimonio, que lo aleja de su familia); la amistad de Laguarda con su corresponsal Carlos Lamas; y la investigación sobre el robo de un banco, en torno al cual el escritor recibía información de primera mano de Lamas, periodista en el diario El radical de una ciudad de provincias llamada Lavanda. De hecho, el nombre El radical trae, para cualquier lector de Onetti, el recuerdo de El liberal de Santa María. Lo mismo puede decirse de la geografía de la ficción onettiana, que se hace presente en Tierra firme con lugares como Lavanda (de Cuando entonces) y El Rosario (ciudad que aparece en varios cuentos y en las principales novelas, como El astillero o Juntacadáveres).

Las referencias a Onetti se consolidan si se toma en cuenta que poco a poco, a raíz de los reportes y documentos que comparte Lamas con Laguarda nos sumergimos en otra línea narrativa, la de la novela que planeaba escribir este último con todo lo que le contaba su amigo: se esboza el argumento de una novela policial que luego nos deja la interrogante de si todo lo que hemos leído en torno a Laguarda también puede considerarse una trama de investigación de un crimen. El efecto final de Tierra firme, con sus varias capas de ficción y líneas narrativas paralelas, es de una obra con mecanismo de relojería, una máquina de contar.

Estas ideas sueltas en torno a Tierra firme se orientan a llamar la atención sobre un fenómeno que ya se podía observar en los relatos que conformaban Desaparición de Susana Estévez: la identificación constante de Hugo Fontana con la forma de narrar de Juan Carlos Onetti, así como con sus ambientes falsamente apacibles de la provincia y los personajes tan víctimas de ennui como escépticos embusteros. Como en Onetti, las historias de Fontana suelen proponerse como pesquisas en torno a un crimen. Como en el autor de El pozo, en las obras de Fontana se percibe un esmero estilístico, una mirada de cínico romanticismo (si se me permite el oxímoron) y personajes que son flanêurs de provincias. En Tierra firme, en particular, resalta el final abierto, existencialista, pero recubierto de ese tono de aparente desinterés que Onetti practicó hasta volver marca personal. Con Tierra firme, Hugo Fontana confirma ser el más aprovechado heredero del rico legado literario que dejó Juan Carlos Onetti en el Río de la Plata y un poco más allá.

“Desaparición de Susana Estévez” de Hugo Fontana

img-826112251-0001Tras Barro y rubí, novela policial de 2013, Hugo Fontana acaba de publicar una colección de relatos titulada Desaparición de Susana Estévez, que recoge un total de ocho narraciones. Tres de las ellas (“Dos noches y un día”, “Cordajes” y “Preppers”) son inéditas y el resto provienen de libros que Fontana viene publicando desde 1997. El hilo conductor es la trama de corte policial: todos los relatos proponen el misterio de un crimen. La relación del narrador con este género literario viene de lejos y la maestría de su pluma queda en evidencia cuando se observa cómo se ha asimilado la esencia del relato policial moderno o serie negra que se naturalizó en el Río de la Plata. Así, la referencia a Ricardo Piglia es una advertencia de esta identificación con una forma narrativa que, desde Rosaura a las diez de Denevi, pasando por textos del propio Piglia o los clásicos relatos de Borges, demuestra la originalidad de las letras del Cono Sur.

Estos textos de Hugo Fontana también dejan patente, cada vez de manera más intensa, premeditada y bien lograda, la conexión de este con la figura de Juan Carlos Onetti, cuyo trabajo, vuelto ya una tradición literaria, se encuentra sabiamente asimilado en la elaboración de atmósferas, como las de estos relatos, que recrean la ambientación santamariana: la de una ciudad ni tan chica que sea un pueblo ignoto cuasi mágico o folclórico como una tropical Macondo, ni tan grande que genere personajes anónimos devorados por el marasmo de la gran urbe. Esos pueblos, a veces sin nombre, otras identificables con lugares del paisito, son el escenario aparentemente tranquilo, rutinario y hasta aburrido en el que el crimen, el gran acontecimiento, suscita intriga, chismes y la inquietud que luego enterrará la monotonía del tiempo inmóvil de la provincia. Tal es el aroma que despiden las páginas del relato que da nombre al libro o inclusive parte de las anécdotas de “Nancy agricultora”. La visión desencantada y hasta filosófica de algunos personajes (las víctimas, los victimarios y hasta los que asumen la investigación del misterio) en su andar cansino y reflexivo evoca aquellos personajes entrañables como el doctor Díaz Grey o el viejo Lanza. Como Díaz Grey que se propone resolver un crimen en La muerte y la niña y acaba encontrando otras cosas en el camino, hay en estos relatos de Hugo Fontana protagonistas que se imponen un vagabundeo casi metafísico (algo tendrá que ver por igual el tango), so capa de ser actantes en argumentos policiales. Algo de eso encontramos en “La noche del antagonista” o “La Convención de Ginebra”, con sus finales inciertos, anticlimáticos, hasta derrotistas.

Algunas ideas sueltas sobre los otros relatos. “Dos noches y un día” recuerda, en su estilo naturalista, un texto como “El viaje hacia el mar” de José Morosoli. Aquí se ve cómo debajo de una superficie tan cotidiana hasta rozar lo anodino se yergue lo fatal. El contraste entre ambos mundos y su desenlace quedan bien construidos. “Cordajes” es un experimento narrativo sumamente meritorio, que apela al tópico de “el gran teatro del mundo” en segundo grado: el narrador nos sitúa en primera fila de un montaje (otro filón que Onetti explotó con su genial “Un sueño realizado”). En “Preppers”, la intriga que estructura el relato es solo una distracción, un engaño al lector, para un golpe de efecto final muy bien manejado. Por último, reconozco que “Agnieszka en la costa” es mi favorito y quizás su condición antológica es la que hace que cierre el volumen. El obvio guiño a la protagonista del relato onettiano “Esbjerg, en la costa”, resulta el punto de partida para proponer un relato que hilvana memoria, intriga policial y soledad; tres asuntos que expresan una especie de existencialismo que es irresistible identificar con la literatura uruguaya contemporánea en general y con la obra de Hugo Fontana en particular.

Picaresca y sujeto migrante en “Veneno” de Hugo Fontana

veneno fontanaObserva Giuseppe Gatti, en un artículo reciente, la ausencia de términos clasificatorios para las generaciones recientes de la literatura uruguaya. Esta falta de peculiaridades o consignas produce una miríada de proyectos narrativos que auscultan la realidad contemporánea con una libre adopción de recursos estilísticos y tradiciones literarias de diverso calado. En la obra de Hugo Fontana (Canelones, 1955), en particular, se percibe una versatilidad narrativa que se refleja, solo por citar tres ejemplos, en la recreación del espacio ficcional de Juan Carlos Onetti en La última noche frente al río (2006), en la fragmentación narrativa fundamental para reflejar las múltiples imágenes de Héctor Amodio Pérez en La piel del otro (2001), o más recientemente en el manejo del género negro y el minimalismo narrativo en El noir suburbano (2009).

En este artículo nos ocuparemos de analizar la presencia de la picaresca en Veneno (2000) y ponerla en contacto con la representación del sujeto migrante, categoría acuñada por Antonio Cornejo Polar. El protagonista de Veneno, Jorge Eduardo González Broemberg, mejor conocido como Tapita, encarna las fortunas y adversidades de un individuo que se hace a sí mismo –cual un pícaro- y que debe lidiar no solo contra las dificultades que enfrenta un migrante proletario, sino también contra la eterna nostalgia frente a su país natal, vuelta casi una enfermedad, o una ponzoña precisamente, que va mellando su espíritu.

La estructura narrativa de Veneno refleja, por un lado, el testimonio autobiográfico y nostálgico de Tapita el migrante, con marcas que lo identifican con la narrativa picaresca clásica (un relato episódico en primera persona que revela un aprendizaje y un proceso de autoconocimiento, impregnado de tono confesional, con afán de entretener a la vez que aleccionar al lector), y, por otro, la voz de un narrador cronista que lo desmonta, glosa y reviste para ponerlo en contacto con la historia más reciente del país y complementar así la voz del sujeto migrante. Conviene aclarar que estamos lejos de postular a Veneno como una novela picaresca. Nuestro propósito, en todo caso, es iluminar algunos aspectos de su construcción apelando a temas y recursos narrativos asociados con el género picaresco. De la mano de estos elementos propios del relato del pícaro, abordaremos luego el segundo aspecto primordial de la obra, que es la presencia del sujeto migrante y su condición liminar en el texto.

Remitámonos al inicio de Veneno, el cual –como en tantas narraciones picarescas o de crónica policial novelada (Crónica de una muerte anunciada, El túnel o A sangre fría)- nos revela su situación final. Tapita, el muchacho de Toledo, está en una prisión de Tejas esperando la pena de muerte. Su caso, según lo señala el narrador, supone la ingrata novedad de ser el primer uruguayo condenado a pena de muerte en los Estados Unidos. El delito, horripilante, se nos anuncia también, aunque solo se nos promete revelar sus motivaciones (lo que convencionalmente se llama la historia detrás del crimen) a lo largo de la novela. Tal es el estímulo o reclamo narrativo, en apariencia simple, que ofrece el narrador para captar nuestra atención: como el pícaro Lázaro cuando anuncia, en las páginas iniciales del Lazarillo de Tormes, que nos explicará el “caso” que origina su relato contándonos su vida.

Sin embargo, el planteamiento de los capítulos de Veneno, así como la disposición de la diégesis a cargo de tres narradores, producen un efecto envolvente en el lector, hasta el punto de producir la sensación de que el caso de Tapita rebasa lo meramente anecdótico –propio de la “crónica de suceso” que la novela juega a ser- y permite postular, por el contrario, el carácter absurdo y tragicómico de los hechos en los que el protagonista se vio comprometido. En ese aspecto tal vez es en el que debiera comprenderse la influencia de Crónica de una muerte anunciada, cuya narración también aspira a cuestionar la posibilidad real de comprender un crimen, debido a prejuicios sociales y morales que mellaban la autoridad del narrador y su intento de elaborar un relato coherente (…)

El artículo completo, junto a otros trabajos más diversos e interesantes, acaba de salir publicado en Humanidades. Revista de la Universidad de Montevideo 12(2012): 19-33.

«Barro y rubí»: Hugo Fontana y la novela negra rioplatense

BARRO-Y-RUBÍ-tapa-655x1024Según su propio autor, Barro y rubí (2013) pretendía ser, en principio, un relato lleno de lugares comunes del género que recrea, la novela negra. Barro y rubí es el homenaje de un narrador de fuste como Hugo Fontana, quien ya había acometido un proyecto similar en El noir suburbano, verdadero ejercicio narrativo que aún no ha sido puesto en valor. Asociado con una narrativa más bien provinciana –como que ha ubicado buen número de sus ficciones en su natal Canelones-, esta es la primera de sus narraciones ambientada exclusivamente en Montevideo.

¿Cómo es el Montevideo que recrea Fontana? Menos nostálgico que el de Hugo Burel, sin duda, aunque más gris y siniestro, otra ciudad de la furia. Igual de misterioso, pero en clave de intriga policial: se huele la sangre, el alcohol, los bares de mala muerte, los trajes cruzados de los matones, los gemelos en las mangas de los hombres ricos que ordenan, el perfume femenino que invita a la seducción y el humo del tabaco que enrarece el ambiente. Montevideo es otra ciudad, la ciudad de los crímenes posibles, de los lances amorosos y el peligro de morir si vas tras la verdad. Erika Fernández, la protagonista, es una detective, con lecturas (incluyendo psicoanálisis y otras teorías postmodernas), que recorre Montevideo, del puerto y la ciudad vieja a los barrios burgueses, insomne, aficionada al whisky y a lucir el escote, aprovechando su atractivo físico para conseguir información. Su asistente, El Cabra, conjuga el humor picaresco y la cinefilia que hacen de Barro y rubí una recreación doblemente artística: los personajes, en especial Erika y El Cabra, parecen ser conscientes de formar parte de una trama de novela negra, con referentes literarios y fílmicos que imprecan al lector enterado y lo envuelven en la complicidad de las artes como sustituto de la vida. Imposible ser indiferente a afirmaciones como esta: “No se puede ser amigo de una persona que dice que Todos los hermosos caballos es una gran película”. O dejar pasar este guiño en medio de la atmósfera de seducción que envuelve a una ocasional pareja:

-Todo hombre desea, al menos eso dice siempre un escritor amigo mío, casarse con una violinista- le explicó su partenaire con romántico misterio, por fortuna sin informarle de ningún titular.
– Todo escritor desea, al menos algún día, escribir como Juan Carlos Onetti– le contestó ella cuidando de no desbaratar el misterio sugerido.

¿Y de qué trata Barro y rubí? De una investigación que no acaba bien, de una búsqueda en la que lo placentero –como en toda buena novela negra- se encuentra en medio y no en la resolución del misterio: en las atmósferas humeantes, el descenso al lumpen, la sensación de resaca y los diálogos inteligentes y duros. Un puñado de elementos retóricos que nos religan con la mejor tradición de un género que Hugo Fontana conoce demasiado bien. Quizás el mejor resumen del argumento lo da uno de los personajes, el laureado cineasta latinoamericano con un pasado inesperado:

No tengo la menor idea de lo que pudo haber pasado con la cinta después de habérsela entregado a la señora ni nunca me interesó, pero podría ser motivo de una buena novela. Imagínese: algo similar a lo que pasaba en Los puentes de Madison, con la diferencia de que lo que  encuentran los hijos, en lugar de un par de cartas, unas fotos y una cadenita de oro, es una película pornográfica protagonizada por el padre, y en la que también interviene la madre.

Misterios, búsquedas, y guiños literarios y fílmicos aparte, Barro y rubí también supone una reflexión acerca de los límites borrosos entre el erotismo y la pornografía: los epígrafes de Pietro Aretino, las referencias al cine para adultos actual, así como el desarrollo de los hechos narrados, elementos todos bien cohesionados, configuran una novela sólida, contundente, en su brevedad. Desde el título, cuyo sentido solo comprenderá el discreto lector sumergiéndose en este mundo ficcional de noches perdidas y cuerpos ultrajados, Barro y rubí es la mejor demostración de la maestría narrativa de Hugo Fontana.

Hugo Fontana y “La piel del otro”

hugo fontanaHugo Fontana (Toledo, Canelones, 1955) es uno de los escritores contemporáneos más interesantes del Uruguay. Considerado un continuador de la narrativa regional, en la senda de Juan José Morosoli y Francisco Espínola, los personajes de Fontana provienen del campo o son de extracción provinciana. A él pertenecen libros como El crimen de Toledo (1999), La última noche frente al río (2006), que ambienta sus hechos en el mundo ficcional onettiano, y la sumamente recomendable Veneno, publicada en España en 2000. En esta ocasión, comentaré su ambiciosa novela La piel del otro. La novela de Héctor Amodio Pérez (2001), a la que le tenía gran curiosidad desde mucho tiempo atrás.

Para empezar, una breve introducción para lectores no uruguayos o ajenos a la historia del país oriental: Héctor Amodio Pérez es uno de los personajes más misteriosos y fascinantes de la historia reciente del Uruguay y su trayectoria se enmarca en los años de lucha del MLN-Tupamaros contra el gobierno. Una lucha que empezó en los tempranos 60 y hacia 1973 se encontraba en declive, con sus cabecillas capturados y el terrible costo de una dictadura cívico-militar que apenas empezaba. En el lapso de una década, el MLN demostró el poder y efectividad de una guerrilla urbana –fenómeno inusitado en el continente, que asociaba hasta entonces las guerrillas con movimientos del campo a la ciudad, como ocurrió en Cuba-, con golpes contundentes y ciertamente espectaculares, como la fuga de la cárcel de Punta Carretas en 1971. Entre los Tupamaros, Héctor Amodio Pérez era uno de “los cinco”, los líderes históricos (ahora casi legendarios) que gestaron el MLN: Raúl Sendic (el ideólogo mayor), Eleuterio Fernández Huidobro, Julio Marenales, Juan Maneras y el propio Amodio, especializado en acciones militares. Ya en la clandestinidad, con capturas, fugas (dos veces, aunque la versión oficial es que hubo una tercera), balaceras y persecuciones en las cloacas (los tupamaros se escabullían en las redes del alcantarillado de Montevideo), algo ocurre con Héctor Amodio. Discrepancias con otros líderes, hábitos extraños y actitudes sospechosas, producen la desconfianza entre sus compañeros. Después de la fuga de Punta Carretas, Amodio se radicaliza y a partir de entonces su figura se difumina más y más, hasta hacerse humo.

la piel del otroLa novela se constituye de fragmentos, de retazos de historias y discursos: testimonios, documentos, noticias, monólogos interiores, pasajes del Infierno dantesco, etc. Se nos abre un abanico de voces, incluida la del propio Héctor Amodio, con lo cual se crea un efecto coral que niega la existencia de una verdad unívoca y precisa, por lo que se nos propone más bien versiones, interpretaciones, hipótesis, chismes y trascendidos. Héctor Amodio Pérez se identifica entonces con Judas. Como este, es un infame y acapara para sí todos los odios, el de sus compañeros de armas (que le achacan su derrota) y el de las fuerzas del orden (que lo habrían utilizado y luego despreciado por traidor). Pero su imagen, aunque infame, obsesiona: ¿por qué lo hizo? ¿fue un traidor desde el inicio o fue tentado en plena guerra? Al final, solo quedan más preguntas que respuestas, todo es incertidumbre: ¿quién era realmente Amodio, un infiltrado, un traidor, un solitario? ¿Dónde está? ¿Por qué se oculta? Dicen que lo han visto en Uruguay, en España, en Nicaragua, en Estados Unidos, en Argentina… incluso hay quien dice que era un agente judío del Mossad y que vive en Israel.

La piel del otro nos sumerge, entonces, en un mundo clandestino, de murmullos, verdades a medias y ecos literarios (con Dante y la propia Biblia de fondo) en torno a un personaje difuso, polémico y del que aún se habla con suma intriga, hasta el punto de constituir un mito de la historia reciente uruguaya. En ese aspecto, la novela puede ser difícil de seguir si no se cuenta con un mínimo de información histórica en torno al MLN y el contexto de su aparición. Una orientación básica y que puede servir también para provocar curiosidad en torno a sus principales hechos, es el documental Tupamaros: la fuga de Punta Carretas, que va aquí debajo.