La última novela de Hugo Fontana, Los nombres propios. Emir Rodríguez Monegal, confirma la vitalidad y la innovación en el extenso legado de la novela policial en el Río de la Plata. Dicha tradición de experimentación con la novela negra (que se remonta a Jorge Luis Borges, Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti) alimenta varios libros de la extensa producción de Fontana. Como el autor de La vida breve, Fontana ha consolidado un espacio imaginario autónomo (Lavanda, préstamo igualmente onettiano) con personajes que van y vienen entre una historia y otra, estableciendo un marco temporal extenso, con el periodista Lamas como eje, cual cronista o testigo de la comedia humana rioplatense, acompañado de la figura del investigador que se aburre, quien en Los nombres propios es Núñez. Estas son algunas impresiones iniciales e ideas al calor de una lectura reciente.
Así como ocurría en Para una tumba sin nombre o La muerte y la niña, el misterio del crimen se convierte en Los nombres propios, a la larga, en una excusa para desatar una trama de infidencias, embustes y, sobre todo, la imaginación de una pareja de personajes ficcionales (Lamas y Nuñez) que son autoconscientes y hacen guiños al lector (como solían hacerlo Díaz Grey y el comisario Medina). Las dos historias que se yuxtaponen en Los nombres propios son, respectivamente, el asesinato con un martillo de un profesor universitario de provincias (Esteban Austin, enfermo de literatosis, tanto como su supuesto asesino) y la posterior investigación (ociosa y sin ganas) que no concluye gran cosa, la cual es observada y desmenuzada por Lamas y Núñez; y la reconstrucción (a partir de los materiales recopilados por Austin) de la vida y obra de Emir Rodríguez Monegal (1921-1985), crítico literario y cultural de la renombrada Generación del 45 (a la que él mismo bautizó), el cual habría sido víctima de una especie de cancelación cultural secreta en el entorno intelectual uruguayo, a causa de las viejas rencillas que se remontan a los tiempos de la Revolución Cubana y los mandarines del Boom latinoamericano (siendo él mismo uno de los tales).
Así, la novela nos ubica en un momento clave de la historia de la literatura latinoamericana: la de su plena madurez y su descubrimiento como fenómeno global (con Emir como embajador suyo en Francia y luego en Estados Unidos), de la mano de la promesa de cambio social que trajo la gesta de Castro y el Che Guevara para la intelectualidad de su época. Los nombres propios no se conforma con ser un canto de cisne, naturalmente, y si guarda algo de nostalgia (¿quién no la tendría frente a esos autores y libros que son nuestros primeros clásicos latinoamericanos?), esta no se encuentra exenta de crítica: la agitación de la Revolución Cubana y sus ideales inspiraron un control ideológico que puso a prueba a varios de sus seguidores en la trinchera cultural. Bajo el terrible lema de “Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”, se observa cómo, en la urgencia de la crítica engagée, las personas más admirables pueden tener detalles mezquinos, al calor de los sueños y, por qué no, el prestigio de los premios y las capillitas intelectuales de ayer y aún hoy. Es el apasionamiento que lleva a Ángel Rama a llamar “gusano” a Monegal, por no plegarse a revolución sin cuestionamientos; a Cortázar a pedirle permiso a Fernández Retamar para publicar en una revista no alineada (Mundo Nuevo, la revista de Emir); a un puñado de soñadores ideologizados a censurar públicamente a Neruda por recibir un homenaje en el Perú gobernado por un presidente de centroderecha; o a que varios soslayen la infame carta de Padilla.
Estos episodios, vistos a la distancia, son testimonio de otra vida, de otro tiempo, el de ese Mundo Nuevo que Monegal y sus coetáneos pensaban estar forjando con su trabajo. De la mano de evocaciones, fragmentos, imágenes y reflexiones, la figura de Emir sobresale como la de un sujeto no menos apasionado que sus compañeros, pero que compartía algo del dandismo escéptico que lo emparentaba con los antihéroes onettianos (a los que estudió con tanto ahínco) y hasta lo hacía empatizar con el lado bohemio de Neruda (que era un honorable comunista de salón, como lo llamaba Sábato). Con sus tres esposas y amoríos de toda laya, Monegal se hizo fama de libertino (para horror de los que soñaban con el hombre nuevo), aunque, pensándolo bien, todo lo que sabemos de él provoca muchas más preguntas que certezas.
Digo esto último porque Los nombres propios remite, en última instancia, a la pregunta por la identidad individual, la cual pasa por la búsqueda de la figura del padre (en Monegal, en Borges, pero también en la figura detrás de la trama, en la mano que mueve la pieza en el juego del ajedrez, la pregunta por Dios, al fin y al cabo) y aquel intersticio entre la realidad y la ficción o lo que vivimos y soñamos, lo imaginario, por último. En esa medida, la crítica literaria resulta una rama de la literatura o un subgénero de ella misma: decía Emir que escribiendo sobre libros y autores estaba escribiendo su propia biografía, trazando su propia línea vital, alrededor de sus intereses, obsesiones y miedos. No deja de ser cierto aún ahora para cualquier aspirante a crítico literario (y ni qué decir para los mandarines). Emir analizaba a Borges, Neruda, Onetti, Rodó o Bello a la caza de las certezas sobre sí mismo que de otra forma no hubiera podido indagar. No por nada la novela acaba con tres evocaciones de Joaquín Rodríguez Nebot (hijo de Emir), la última de las cuales recuerda la fascinación de su padre por Blade Runner, una de las últimas películas que quizás alcanzó a ver en su vida: precisamente una historia de vidas soñadas (otra vez Borges), que plantea la misma pregunta obsesiva por el padre y por lo que nos hace humanos y reales (nuestro origen, nuestro miedo a la muerte). La muerte de Emir, con su matrimonio in extremis, rodeado de ejemplares de Marcha (parte de su legado para el archivo) y su vasta biblioteca (como Borges soñaba vivir), recuerda igualmente la imagen de las lágrimas en la lluvia de aquella película: todos los debates, todos los viajes, todos los amores se difuminan, se mezclan con los hechos de otros, sus rivales, sus aliados y hasta sus contemporáneos indiferentes.
Junto a la pregunta sobre la identidad de Emir (la del crítico literario como figura o personaje, en todo caso), Los nombres propios también explora, con los empeños del finado Esteban Austin, aquel ya vetusto archivo (González Echevarría dixit) del Boom, que ahora es un cementerio de elefantes. He allí el sentido, creo, del apellido del investigador: Austin, en Tejas, es una ciudad íntimamente relacionada con la historia de la literatura latinoamericana (particularmente con Borges, otro de los autores fetiche de Emir), a través de su señera universidad (he allí la biblioteca, el archivo, la pregunta cuya respuesta podría estar en algún anaquel perdido). Identidad colectiva entonces (tal era la pregunta de obsesionaba a Rama, rival de Emir, recordémoslo) e identidad individual se discuten en ambas líneas narrativas, sabiamente conducidas por un narrador omnisciente e irónico que mantiene una estructura asimismo bimembre en cada capítulo. Por esta esmerada composición, por su buena prosa y sus personajes inolvidables, Los nombres propios es una novela sobresaliente, a la altura de las que nos tiene acostumbrados Hugo Fontana: un texto sobre las preguntas clave de la literatura y su relación con la vida, el homenaje a un crítico eminente y a través de él a todo el panorama cultural rioplatense que forjó la literatura latinoamericana contemporánea.